Alaska maravillosa: historia (Anchorage, Denali, 2016)
Luego de disfrutar unos días a la familia, el sábado previo a mi partida invité a cenar a José, mi yerno, por el Día del Padre que sería al día siguiente.
El domingo, a las 4 pm, me llevaron al aeropuerto de Fort Lauderlade. Ahí me dirigí al mostrador de Alaska Airlines.
A la hora fijada partimos y luego de 7 horas de vuelo llegamos a Seattle.
El aeropuerto es enorme y mi Gate quedaba del otro lado del mundo. Pregunté a una persona de vigilancia dónde quedaba la Gate N y con sus indicaciones me pude ubicar muy bien.
Caminé unos trescientos metros, bajé por una escalera mecánica, crucé un gran hall tomé un tren, bajé en la primera estación y ¡llegué!
Tenía 2 horas por delante de modo que compré un rico café y un pote de frutas secas: almendras, nueces, etc.
Llegó el momento de embarcar y vi a un muchachito que con dificultad preguntaba cómo abordar el mismo avión que yo abordaría. Era un trabajador latino junto al que me senté. Grande fue su alegría cuando le hablé en castellano pues no conocía ni una palabra de inglés.
Viajaba desde Puerto Rico hasta King Salmon para trabajar en un buque factoría. Por una tormenta en Miami había perdido todas las conexiones y se las reprogramaron. Su valija ya estaba en destino y él todavía debía tomar tres aviones más y luego ver la manera de llegar al barco que ya había zarpado.
Hablamos de su país, al que visité hace años. Era tan joven que me enterneció, y ahí me salió la madre, o la abuela. Le dije que le esperaba una tarea muy dura. Dejar el sol de su tierra para hundirse en una larga noche, dejar a su hija, dejar su país.
Le aconsejé que el sacrificio lo hiciera durante tres años, para luego regresar a su casa. Que no gastara en alcohol ya que en lugares fríos y oscuros es fácil caer en eso, tampoco en juego ni en mujeres. Que podía beber, incluso jugar y tener alguna mujer, pero que no perdiera la meta: ganar lo suficiente como para regresar y poner un negocio y vivir bien. Pobre chico, me escuchó con atención, me agradeció y me dio su dirección para que le escribiera.
Pero volviendo al vuelo. Ese avión era muy pequeño y mi asiento era de los primeros, de modo que no veía enteramente la cabina de pasajeros. Frente a mí había una mampara negra con una mirilla. Eso era todo. Parecía una escenografía, no un avión.
Comenzó a carretear y levantó vuelo.
Luego de casi tres horas llegamos. Y ahí pasó algo gracioso. La azafata indicó que no nos levantáramos. El avión se detuvo por completo y esperamos; nadie se movía. Finalmente la azafata, casi riendo, dijo que nos levantáramos y abandonáramos el avión. Todos habíamos sido tan obedientes que no nos movimos hasta que no nos dieron permiso.
En el aeropuerto de Anchorage llamé por teléfono al Comfort inn. Ya me habían avisado cómo hacerlo: sobre un sector del aeropuerto hay una pared, en realidad una gran pantalla donde se encuentran los teléfonos de todos los hoteles de la ciudad. Solamente debí clickear el nombre del hotel en esa pantalla-pared y apareció el número. Desde un teléfono al que no hay que poner moneda alguna, lo marqué. Desde el hotel me fueron a buscar.
En Anchorage eran casi las cuatro de la mañana, hacía veinticinco horas que me había despertado. El vuelo había sido solamente de nueve horas, pero entre cambio de horario y esperas se había alargado mucho.
Apenas me dieron la habitación, bella, cómoda, espaciosa y con un jacuzzi en el dormitorio, me dispuse a descansar.
Dormí unas horas y luego salí a recorrer la ciudad. A pocos metros había un tranvía antiguo sin conexión eléctrica, que hacía el recorrido hasta el centro de la ciudad. Con un mapa recogido en el hotel me ubiqué sin dificultad. Anchorage es una ciudad no muy grande, extendida, con edificios de poca altura, varios museos importantes, Universidad, y la maravillosa posibilidad de ver auroras boreales durante el invierno.
El tranvía era gratuito. Había un recipiente en que se solicitaba una ayuda para el chofer y tenía varios billetes de un dólar. Muchas veces son mujeres las que conducen micros o tranvías.
Las calles que corren en un sentido se identifican con letras y las otras, más importantes, son avenidas identificadas con números. Muchas de ellas están cruzadas por puentes que unen edificios enfrentados. Una de las avenidas perimetrales lleva el nombre Córdova, en recuerdo de Luis de Córdova y Córdova, almirante español que anduvo por esas tierras cuando California pertenecía a España. Ese, como muchos saben, es el apellido de mis hijos.
Como estaba muy cansada y hambrienta, me dirigí al mejor restaurant de la ciudad: Simon & Seafort. Eran las cinco de la tarde. Comí muy bien sentada a la barra. Ahí la consumición es menos costosa que en una mesa, y además uno se siente más acompañado. Me puse a conversar largo rato con mi vecino de barra, un chico joven que estaba ahí por su trabajo, algo que tenía que ver con software. Cuando le dije que era argentina se echó a reír y me dijo que en ese país se tiraban bolsos con millones de dólares por encima de las paredes de los conventos. No le faltaba información.
Al día siguiente visité uno de los museos de la ciudad. Espacioso y moderno, con un interesante recorrido y enormes lugares construidos con vidrio dentro de los cuales se exhiben ropas de los primitivos habitantes, viviendas, etc.
Entre estos espacios se pueden ver inmensos plasmas donde se exponen películas de la vida primitiva de Alaska y de la vida actual que se desarrolla en las largas noches invernales. Aprendí muchas cosas. Mujeres y hombres trabajan codo a codo en la caza y en la pesca, en la educación de los hijos y en el arte. Los testimonios que uno podía ver siempre mencionaban a las abuelas y todo lo que habían aprendido de ellas. Tienen muchos meses de oscuridad como para no desarrollar la amistad y las artes. Alaska es un ejemplo de supervivencia.
HISTORIA
Su historia es apasionante. El primer explorador, Vitus Bering, de origen danés, se embarcó por orden de Pedro el Grande de Rusia, para viajar hacia el Este y descubrir tierras desconocidas. Previo a esto debió atravesar Siberia. En 1741 partió a bordo del San Pedro. El buque San Pablo los acompañaba.
Durante una tormenta ambos barcos se separaron y Bering no supo más del San Pablo. Finalmente tocaron tierra, habían llegado al golfo de Alaska. En ese lugar cargaron agua y levantaron algunas piedras y ramas. Por temor a habitantes posiblemente belicosos, Bering estuvo tan sólo tres horas en tierra. Tantos años para llevar a cabo una expedición tan costosa y estar tan poco tiempo en tierra.
Emprendieron el regreso. El San Pedro naufragó frente a una isla donde Bering falleció y fue enterrado ahí. Desde entonces se la conoce con su nombre. Los pocos sobrevivientes permanecieron durante todo el invierno alimentándose con nutrias del ártico. En la primavera de 1742 regresaron a Siberia en un barco construido con los restos del San Pedro. Las pieles de nutria que llevaban despertaron la codicia de los hombres y provocaron que el Zar quisiera colonizar la tierra descubierta. Solamente se acercaban a las costas. El interior seguía inexplorado.
Hoy se afirma que los primitivos habitantes llegaron a través del actual estrecho de Bering provenientes de Siberia. Se supone que la región del estrecho estaba unida y que a través de ella se produjo esa migración. Luego de la última glaciación se separó al elevarse el nivel del mar. A la vista estaban el archipiélago y las islas Aleutianas.
En 1542 los rusos habían conquistado la Siberia occidental, en 1620 la central, y en 1650 la oriental. En 1671 llegaron al océano Pacífico y en 1742 cruzaron el estrecho de Bering, dando inicio así a la exploración de Alaska.
El veinticuatro de septiembre de 1794 llegaron a la Isla Kodiak ocho monjes ortodoxos. La misión creció hasta convertirse en la diócesis de Alaska y las islas Aleutianas que luego, debido a su crecimiento, pasó a ser la diócesis de las Aleutianas y América del Norte en febrero de 1900. Alaska recibe el nombre del vocablo aleutiano alyeska o alaxsxaq, que significa «tierra grande».
La iglesia ortodoxa rusa desarrolló una labor, no solamente evangelizadora, sino también humana.
En 1867, a instancias del Secretario de Estado estadounidense William H. Seward, Estados Unidos compró al imperio Ruso, por un valor de 7,2 millones de dólares los 1.518.800 km cuadrados del actual estado de Alaska, que superó en tamaño al estado de Texas. La negociación en el Congreso fue muy dura, y se aprobó por un solo voto a favor recibiendo múltiples críticas de la prensa. La operación se hizo efectiva el dieciocho de octubre de 1867. Sin embargo, el descubrimiento de oro a partir de la década de 1890 cambió por completo la percepción sobre esta inversión. Alaska se ha convertido en la actualidad en uno de los principales yacimientos de materias primas para Estado Unidos. Un negocio inmejorable por donde se le mire.
Luego de la compra de Alaska por los Estados Unidos, se definieron los límites entre Siberia y Alaska, entre el océano Glaciar Ártico y el Pacífico y entre las islas Diómedes, dos islotes de piedra separados por unos pocos kilómetros. La isla Diómede mayor pertenece a Rusia, y la Diómede menor, pertenece a los Estados Unidos de América. Las separan 3.7 km de distancia, apenas algo más ancho que el estrecho de Messina.
Luego de la compra del territorio, muchos intentaron explorar ‘la nevera de Seward’. Llegaron al río Copper, que prometía pieles y minerales de cobre. Desde ahí se organizaron expediciones con gran cantidad de hombres y de víveres. Todas ellas fracasaron. Finalmente Henry Allen, un teniente de veinticinco años, decidió partir en forma muy poco tradicional, y lo hizo con tan sólo dos hombres. Los tres comenzaron a internarse por la desembocadura del río Copper. Astuto y carismático, se hizo ayudar con los nativos de la zona, así se aseguraba una amistosa llegada con los demás. Estos nativos conocían las rutas. Llegaron hasta el río Yukon y el Koyukuk. Henry Allen fue, en esos años, quien más se internó en el territorio. Más adelante, a finales del siglo XIX al descubrirse oro en el río Yukón y en uno de sus afluentes, el río Klondike se desató la fiebre del oro y la colonización masiva. Muchos hombres fallecieron en la tentativa de hacerse ricos rápidamente.
EL AISLAMIENTO DE LA ZONA- NOME. Así se llamó por error, estaba escrito: C.Name? Y fue traducido por cabo Nome, y así figuró en los mapas para siempre.
Durante el invierno el mar de Bering se transforma en una llanura de hielo y tormentas de nieve que la azotan. En un extremo de Alaska, un pueblo llamado Nome, se aferra al borde del continente americano. Está situado a 160 km al sur del círculo polar ártico y a 240 km, a través del mar de Bering, de Siberia. Es un pueblo aislado del mundo. En 1925 eran tan sólo mil quinientos habitantes descendientes de aquellos que llegaron durante la fiebre del oro. La vida en esa ciudad es durísima. Solo hay cuatro horas de luz y están rodeados por un mar helado. En esos años de 1925 se desencadenó una epidemia de difteria y no había suero para atender a toda la población, los niños eran los más afectados. Había suero en Anchorage, a 1600 km de distancia. No había forma de llevarlo por aire porque el motor caliente de los aviones no resistía el frío, tan sólo se podía por tierra y en trineo en una Alaska aún sin caminos. El telégrafo era la forma de comunicación.
Desde Anchorage partieron los trineos con perros atados por parejas. Una vara los unía a todo lo largo. Normalmente sólo se pueden hacer 40 km por día, pero debían recorrerse 1600 km en el menor tiempo posible pues el suero era la única salvación. El camino se realizó en cinco días y medio. Varios fueron los conductores y los perros que lo hicieron posible. Cada tantos kilómetros estaban apostados los relevos, con perros y conductores frescos. Cuando llegaron frente al mar de Bering el conductor del trineo, Leonard Seppala, tuvo que tomar la decisión de atravesarlo o bordearlo. Y decidió atravesar la masa helada. En medio de la ruta se levantó una fuerte tormenta que destruyó la capa de hielo, pero Seppala había terminado de cruzarla ahorrando así un día entero. Su perro, Togo, es considerado como el héroe olvidado del recorrido a Nome. Otro de sus perros, Fritz, es preservado en exhibición en el Museo Memorial Carrie M. McLain en Nome.
El conductor del último relevo fue Gunnar Kaasen, cuya hija estaba enferma. El perro capitán del trineo fue Balto. Este perro guía nunca había estado en esa ubicación. Apenas partieron se desató una fuerte tormenta, la nevisca impedía la visión, pero Balto, guiado por su olfato, encontró la ruta y llegó a tiempo con el suero para salvar las vidas y terminar con la epidemia. Una estatua de Balto se encuentra cerca del zoológico en Central Park, en la ciudad de Nueva York. Hoy este trayecto se realiza en avión con motor frío y toma tan sólo siete horas.
ADELANTOS DURANTE LA GUERRA
En 1942, durante la Segunda Guerra Mundial fue cuando se hizo la autopista de 2400 km que conecta Alaska con Canadá y los cuarenta y ocho estados de Estados Unidos de América. Fueron diez mil hombres pertenecientes al ejército, quienes la construyeron. Partieron sin saber por dónde pasaría esta autopista, solamente que deberían travesar bosques, lagos y la tundra helada. El plan fue hacer una carretera desde la Columbia Británica, en Canadá, hasta Fairbanks, en Alaska. El km 0 se ubicó en Dawson Creek (Arroyo).
El gran detonante fue la imposibilidad de atravesar los estados para abastecer a la tropa que debía defender al país de la invasión japonesa Los ingenieros comenzaron a trabajar sin planos y sin proyectos, todo se iba resolviendo a medida que aparecían las dificultades. Ignoraban con qué se iban a encontrar. Para los soldados de color el clima fue un shock. Para colmo los blancos, sin confiar en ellos, los dejaban a un lado. Los unos se quedaban con picos y palas mientras los otros con la maquinaria pesada. A tal punto que el grupo de ingenieros de color terminaron levantando los escombros que los blancos producían. Finalmente llegaron ante un paso sobre el que había que construirse un puente de muy difícil ejecución. El jefe de los ingenieros de color, el blanco Heath Twichell, solicitó que fueran sus hombres quienes resolvieran el puente. Se les autorizó hacerlo, pero solamente si lo ejecutaban en cinco días. Comenzaron la obra y con herramientas de mano se las ingeniaron para construirlo en tres días. A partir de ese momento al grupo de ingenieros de color se le encargó la realización de todos los puentes.
Para construir esta larga ruta se volaron montañas, se derribaron bosques, se rellenaron terrenos. Fue una dura lucha entre la naturaleza y el hombre.
Se habían construido los primeros 1200 km, realizados en cinco meses, cuando se encontraron con aguas subterráneas. Para poder cruzar la ruta se rellenaron con gravilla esos terrenos, se alisaron luego y, sorteando el barro y las dificultades lograron completar los 2400 km. La carretera se terminó en octubre de 1942. Por ella se enviaron suministros a los soldados apostados para luchar contra los japoneses que habían invadido las islas Aleutianas Attu y Kiska, para comenzar desde ahí la invasión de Norteamérica. Fue cruenta la lucha para recuperar la isla de Attu. Luego de esto, la isla Kiska fue abandonada la noche anterior al ataque, por lo que las tropas americanas invadieron una isla deshabitada.
La historia de estas islas comenzó con la obra misionera de la Iglesia Ortodoxa Rusa. El veinticuatro de septiembre de 1794 llegaron a la isla de Kodiak ocho monjes. La misión se convirtió en la diócesis de Alaska y las islas Aleutianas, que luego, debido a su crecimiento, pasó a ser la diócesis de las Aleutianas y América del Norte en febrero de 1900. La iglesia ortodoxa rusa desarrolló una labor, no solamente evangelizadora, sino también humana, como queda dicho.
Más tarde, cuando California aún era española, los sacerdotes católicos continuaron su obra. Entre estos, uno de los más destacados fue el leonés Segundo Llorente Villa, que desde España se dirigió al lugar más recóndito del mundo para llevar la palabra de Dios. Es en Anchorage donde se encuentra la Catedral de la Sagrada Familia, madre de la Arquidiócesis y sede del Arzobispado. En la Iglesia de Guadalupe de Anchorage se celebra misa en español para la gran comunidad de hispanos que ahí viven. Peruanos que llevaron sus costumbres y su gastronomía, argentinos que enseñan, entre otras cosas, a bailar tango, portorriqueños, etc.
Pero dejemos a un lado la historia de Alaska y sigamos con mi paseo.
Luego de visitar el museo asistí a la proyección de una documental sobre las auroras boreales. Dicen que ver una es la más maravillosa experiencia. Además no se pueden prever, suceden. Uno puede estar meses esperando, y nada. O pueden visualizarse varias en noches sucesivas. Las partículas metálicas suspendidas en la atmósfera son las que les dan el color que nunca es el mismo, y el viento les da la forma que siempre es diferente.
La película había sido rodada durante un largo invierno. Un trípode, una cámara y mucha paciencia. Hermoso verlo y sentirlo. Nadie puede quedar indiferente ante tanta belleza.
Compré algunas fotos para mis hijos y para mí, de modo de no olvidar nunca lo visto y sentido durante la exhibición de la película, ya que jamás podré ver ninguna aurora personalmente. Me espanta el frío.
Pregunté a la joven que me vendió las fotos cuál era el mejor lugar para comer en Anchorage. Su respuesta: Simon & Seafort. Y ahí fui nuevamente. La comida fue exquisita.
En Anchorage, y posteriormente en todo mi viaje por Alaska, me llamó la atención encontrar hombres tan bellos, guapos, o como quieran decirlo. En la foto de Simon & Seafort hay uno de muestra.
Foto tomada en Simon & Seafort
Varias veces recorrí la ciudad en mi corta estancia.
¡Pensar que las avenidas que yo recorría tan tranquila habían sido destruidas por un gran terremoto en 1964! Como también lo fue casi toda la ciudad y hasta la catedral.
Al día siguiente debía dejar la Anchorage con destino a Denali para recorrer el Parque Nacional, ver los osos polares y la distinta fauna.
Tomé el tren con cúpula de vidrio y viajé a mi destino. Un viaje de maravilla, no sólo por el contexto sino también por el paisaje. El coche en el que viajaba permitía, a través de su cúpula transparente, unificar campos, lagos y cielos. El coche comedor al que me dirigí a mediodía tenía manteles y servilletas de tela, cubiertos de acero, flores en la mesa.
Un tren lujoso y una comida exquisita. Todo estaba incluido en mi pasaje. Y valió la pena disfrutarlo.
DENALI (El más grande)
Llegamos a Denali. Junto a la estación estaban apostados varios buses con el nombre de los diferentes hoteles: el mío era el Hotel Grande Denali. Hacia ese bus me dirigí. Con los apellidos y mostrando el voucher nos entregaron un cartón plegado dónde se veía escrito el nombre del huésped y, en el pliegue del cartón, el número de habitación y la llave de la misma.
Al llegar al hotel en medio de la montaña, me dirigí por largos corredores y ascensores hasta mi espacioso y luminoso ‘hogar’. Al poco rato golpearon mi puerta y me entregaron las valijas de las que me había separado en Anchorage.
No pude dejar de sorprenderme de la perfecta organización. Desde Anchorage a Denali sin problemas.
Ya era el atardecer, el viaje había durado siete horas. Me dirigí a la casa principal done se encontraban el lobby, los salones para conferencias, algunos negocios de recuerdos, lugares para comprar golosinas o un snack. También estaban el bar y el restaurante rodeados por balcones y terrazas donde se podía comer o tomar algo.
Comí en la barra y luego me fui a descansar pues al día siguiente recorrería el Parque Nacional Denali.
Hotel Grande Denali
Vista desde el hotel Grande Denali
PARQUE NACIONAL DENALI
Partimos temprano en la mañana en un micro de media distancia. Recorrimos lugares que en invierno son un manto de hielo y nieve. A lo lejos pudimos observar algún oso blanco, algún reno, incluso algunos alces con sus grandes astas que solamente ostentan los machos, además de un colgajo en la papada, y también algunos animalitos pequeños. En un momento el cansancio me venció. Luego, cuando nos detuvimos a almorzar, un señor de Texas me dijo que era imperdonable que me hubiera quedado dormida. Le dije que su voz era maravillosa, que me encantaba. Y no molestó más.
Paisaje de Denali
Monte Denali
El chofer del micro nos propuso sobrevolar el macizo de Denali. Luego de meditarlo un rato me dije que, pese al costo, no podía desaprovechar la oportunidad, ya que no creo que pueda volver a ese lugar tan lejano. Y me decidí. Lo sobrevolé en un cessna de seis plazas.
Nos repartieron por peso. El piloto era rubio, alto, y delgado, a su lado sentó al más grandote y gordo. Luego dos personas de contextura normal, y los de talla más pequeña fuimos detrás.
La sensación, porque fue lo que primó en mí, fue la de estar en una película. Nos pusieron auriculares con micrófono incorporado. Todos podíamos hablar y escucharnos. El piloto hablaba explicando qué se veía por las ventanillas, y su ‘copiloto’ le respondía. A veces intervenían en la conversación la pareja que estaba sentada en medio del avión. De pronto preguntó qué pasaba atrás, y por qué ambos pasajeros estábamos tan callados. El sonido sobre todo, y el ámbito me transportaban, y me sumergí en la emoción que me embargaba atisbando por entre las alas que se recortaban sobre la montaña, en el cielo que la ventanilla dejaba ver, en la sombra de nuestro avión sobre el campo verde, y en el sonido de la voz del piloto. Cuando bajé no faltó la foto en el Parque Nacional Denali, rodeado de montañas y glaciares que recién había visto desde lo alto. La película había terminado. Y por supuesto no faltó la foto del cessna y su piloto conmigo.
Al regresar al hotel me dirigí a la barra, donde ya el mozo me conocía. Comí muy bien, como todas las noches. Antes de retirarme a dormir reservé un lugar para ver el Teatro-Cena en Denali.
CANILES
Al día siguiente visitamos los caniles, tan importantes para el pueblo de Alaska, ya que de los perros dependen durante el invierno. Fue muy interesante la larga charla explicativa sobre cómo se criaban, entrenaban y alimentaban los animales. Además de las travesías que realizan en trineo y cómo se hace para soportar las bajas temperaturas que congelan cualquier parte del cuerpo que no se cubra.
Trineo y usuario
Un futuro perro de trineo
Rueda de entrenamiento
UNA CENA DE OTRA ÉPOCA
A la hora convenida nos encontramos aguardando un bus. Para mayor comodidad nos indicaban el color, nombre, logo, o cualquier otra cosa que sirviera para su identificación. Nos llevaron a un grupo del hotel, y de otros hoteles. Cuando partimos pasamos por la ruta al pie de Grande Denali. Me fijé bien y no encontré más que comercios y restaurantes. No se veían casas. Como íbamos para Denali, pensé que sería el pueblo y finalmente vería cómo eran las viviendas. Al llegar encontramos el Teatro – Cena en medio de una plaza, escenario típico del Far West que recordaba de las películas de mi infancia. Junto al teatro hay un molino con recipientes para batear oro.
Molino para batear oro
Denali
Ese era, en teoría, el pueblo de Denali. Viviendas… ninguna, pero era el pueblo donde los habitantes hacen diariamente sus compras. La gente vive en los alrededores. Son todas ciudades o pueblos que no llegan a los mil habitantes.
El Teatro estaba cerrado hasta las 7,30, según se leía en un cartel sobre la puerta, por lo que caminé un poco y saqué fotos.
Puntual, a la hora indicada, un joven vestido de campesino se paró ante a la puerta se puso a hablar, todos nos acercamos. Estaba recitando «Sueño de una noche de verano». Casi muero de placer, jamás la escuche recitar en inglés, recodé la primera vez que oí La Divina Comedia en italiano. ¡Qué maravilla!
Ingresamos al local y nos sentaron a largas mesas sobre largos bancos, llenaron la mesa con ollas de comida, y para beber, té frío y agua fría. La comida deliciosa. Luego de la cena, el espectáculo.
Un sector del escenario
La compañía en pleno
DE DENALI A ANCHORAGE
Al día siguiente regresé por micro a Anchorage. El viaje distinto y maravilloso.
Nos detuvimos en un lugar que me recordó el Llao Llao donde pudimos beber algo e ir al baño.
Llegamos a Anchorage luego de seis horas de viaje, justo a tiempo para ir a comer a Simon & Seafort, al que me trasladé en el tranvía sin conexión eléctrica de siempre.
HACIA WHITTIER PARA EMBARCAR
Partí al día siguiente para Whittier, que fue una base americana muy importante durante la Segunda Guerra Mundial. En la estación de Anchorage me acerqué a una señora que parecía estar sola, Susan Dawson. Nos pusimos a conversar. Ambas haríamos el crucero, por lo que pensamos compartir el tiempo. En el tren nuestros asientos no coincidían. Ella se dirigió a un sector y yo a otro. A ella le tocó sentarse junto a una señora, Melinda, que también tomaría el mismo crucero. Decidimos estar juntas, pero no demasiado, en ese barco al que no le falta nada.
Paisaje de Anchorage a Whittier
Paisaje de Anchorage a Whittier
Tren de Anchorage a Whittier
A lo lejos se ve el barco
Me llamó la atención que mucha gente de Anchorage toma el tren hasta Whittier como un paseo para compartir en familia. Es un viaje de cuatro horas que realmente se disfruta. Pero la historia no termina acá, sigue más adelante.
Si querés conocer como continúa la historia, leela acá: http://www.cristinabercaitz.com.ar/?p=2083
querida María Cristina: me dio una gran alegría tu paseo, realmente maravilloso y se te ve feliz, amiga mía, qué lindo, podrías escribir toda tu experiencia en un libro de memorias o en un artículo. Un beso, querida y buena amiga.
Tuyo,
Sebastián
Maravilloso y ameno relato de Alaska!!!!
Muy interesante tu relato. Veo que no te privaste de nada; hiciste muy bien en aprovechar cada oportunidad. Como vos lo expresas quizá nunca volverás por allí. Me agradó mucho lo que cuentas de la historia del lugar.
Considero que esto es la base de alguna novela interesante que escribirás.
Las fotos espléndidas; se te ve muy contenta y no es para menos.
Abrazo.
Una vez más tu relato de viaje, esta vez a Alaska, resulta muy ameno y me permitió rememorar hermosos momentos vividos en ese lejano lugar del mundo.