Attaque sous la manche
María Cristina Berçaitz
Lo despertó un delicioso aroma a café. Sentía la cabeza pesada y un sabor amargo en la boca. Se dirigió al baño. Mientras se afeitaba miró esa cara que lo observaba desde el espejo. Los párpados caídos, el cabello revuelto, la mirada torva. Hasta parecía un enemigo.
Entró a la cocina y la encontró frente a la mesa tendida. Sin demasiado entusiasmo se sentó. Recordó a Jacques Prévert: Il a mis le café/ Dans la tasse/ Il a mis le lait/ Dans la tasse de café/ Il a mis le sucre/ Dans le café au lait/ Avec la petite cuiller/ Il a tourné/ Il a bu le café au lait…
Depositó en su mejilla un beso desabrido y se puso la boina.
–Richard, ¿te espero a almorzar? –preguntó amorosa antes de que abriera la puerta.
Un gruñido fue la respuesta: –No sé.
Dejó la casa, abrió el garaje y sacó su Citroën.
Oía voces, pero no se iba a quedar a escucharlas. Total lo acompañarían el resto del día.
¿Qué pensaba esa mujer? Era bella y gentil. Además le preparaba las tostadas francesas que tanto le gustaban. Pero, ¿qué creía ella? ¿Qué lograría engañarlo? ¿Por qué lo trataba con tanta amabilidad y devoción? ¿Acaso lo amaba?
Gruñó.
Siempre era así, día tras día desde hacía años. Es más, su cuerpo, su rostro, y hasta su cabello renegrido eran los mismos desde que se conocieron. Nunca un gesto desagradable, siempre esa fugaz sonrisa y esa manera que tenía de aplacarlo cuando la ira lo dominaba.
Sabía que era iracundo, se lo habían dicho y diagnosticado “Estados alterados”, dijo la doctora. Pero él era así, y así viviría hasta el final. Emma no lo ignoraba.
Las voces le indicaron que debía alejarse. Sintió una oleada de furia. Ya se vengaría de esa mujer que intentaba hacerle creer en su bondad. A él no se lo podía embaucar tan fácilmente.
Dejó atrás Peuplingues y tomó la ruta en dirección a Calais. Hacía años que lo hacía. Antes era con el ferry. Ahora el túnel lo facilitaba todo.
Por momentos la furia lo invadía. No conocía su origen ni cómo dominarla.
Tomó por la autopista; más adelante giró a la izquierda. A lo lejos vio la terminal.
Al llegar se dirigió al sector de automóviles. Los camiones se separaban para viajar en otros vagones.
Los vehículos eran contados y ubicados en diferentes líneas para luego abordar el tren. Las motocicletas y todos los vehículos de menos de metro ochenta y cinco de alto viajan en vagones de dos pisos que pueden llevar hasta diez unidades, muchos de ellos se comunican mediante escaleras. Los ciclistas viajan en un bus especial con un tráiler para bicicletas. El sistema de aire acondicionado lo renueva cada setenta segundos.
Compró el pasaje en la boletería. Ese día lo hizo en efectivo, así su mujer nunca sabría dónde había estado. ¡Qué se creía ella!
Llevó a cabo los trámites migratorios pues cruzaría una frontera, la que separa Francia de Inglaterra.
Soportó estoicamente el chequeo de papeles y la revisación exhaustiva del vehículo. ¿Y si llevaba un explosivo para estallarlo en medio del túnel? Sonrió. Sería una manera de separar, destruir, de alejarse. Si lo descubrían iría preso, probablemente en Francia, su tierra natal. Emma podría visitarlo y llevarle cigarrillos. Ni así se libraría de su mansa y pegajosa presencia.
Estacionó y se dirigió al bar por un café. Era una forma de hacer que el tiempo corriera más aprisa. En la gran sala de espera miró los comercios para ver si alguno llamaba su atención. Dio vueltas observando los kioscos que se alineaban entre puestos de venta de diarios, revistas y pequeños negocios. Compró un atado de Gitans y una petaca con su coñac favorito. Emma no le permitía beber. La muy tonta decía que se ponía agresivo, demasiado agresivo.
En la pantalla se anunció la partida de su formación.
Los transportes se separaron por su tipología: vehículos de pasajeros y vehículos pesados. En unos vagones las motos, bicicletas, automóviles y utilitarios. En otros los camiones. Cada coche de la formación con una vida útil de treinta años. Estos eran casi nuevos.
Abordó el Citroën y se acomodó tras el volante en la fila que le correspondía. Se dirigió por la rampa descendente hasta la plataforma de ingreso. Una vez en el tren condujo a través de los vagones hasta que el supervisor le indicó detenerse e ir al piso superior. Era igual abajo o arriba. En Le Shuttle no tenía paisaje, solamente oscuridad tras el vidrio de su ventanilla. Se ubicó donde le ordenaron, detuvo el motor y colocó el freno de mano. Cerró los ojos y respiró profundamente. Se aferró al volante y trató de distenderse. En ocho minutos partirían. El movimiento sería imperceptible.
Era una suerte que los coches fueran espaciosos y con aire acondicionado. No tenía ganas de ahogarse. Bajó la ventanilla del lado del conductor. Por suerte cada tres vagones había baños, de modo que si tenía alguna urgencia podría ser evacuada prontamente.
Del bolsillo de su chaqueta tomó la petaca, la abrió y bebió un largo sorbo de coñac. Se sacudió sintiendo el líquido deslizarse con fiereza por su cuerpo. Sacó un cigarrillo y lo apretó entre los dedos. Estaba prohibido fumar, lo sabía. Se lo llevó a los labios.
Se revolvió inquieto. Le habría gustado encenderlo para bajar la ansiedad. No es que fumara mucho, pero en días como ese el hacerlo lo calmaba.
Buscó en el dial la radio Le Shuttle, para tener la información al instante pues la pantalla no estaba al alcance de sus ojos. De todos modos en treinta y cinco minutos estaría en destino.
¡Qué rápido que había cambiado la historia! ¡Pensar que la primera vez que el hombre sobrevoló ‘Le Canal du Manche’ fue en julio de 1909! Su compatriota, Louis Blériot, fue el protagonista de esa hazaña en un monoplano de su invención. Y luego, sesenta años después, en julio de 1969, el ser humano pisó la luna.
Demasiada corta la distancia entre uno y otro acontecimiento. Su padre había sido testigo ambos. Qué enorme adelanto técnico. A veces el hombre hace cosas sorprendentes.
Hacía unos años, en 1988, oyó decir a François Mitterand: “La obra nos permitirá demostrar que nuestra vieja Europa es todavía capaz de inventar, sobrepasarse y sorprender al mundo”. A lo que respondió Margaret Thatcher: “Es un ejemplo de lo que debe ser Europa. Es la concreción de Europa unida”.
Unida o no, pues siempre los países tienen sus idas y vueltas, como los matrimonios o cualquier relación más o menos duradera, el primero de diciembre de 1990, a mediodía, los equipos franceses e ingleses se encontraron sous la Manche.
Igual que cuando en 1962 se encontraron franceses e italianos bajo el Mont Blanc, la decisión era: ‘Europa tiene que estar unida’. Y ahora, luego de dos siglos de sueños y tres años de trabajos, Francia e Inglaterra tenían una conexión terrestre de cincuenta kilómetros. Pero esta obra era cinco veces más larga que la que unió Italia y Francia, ya que su recorrido es de algo más de cincuenta kilómetros, treinta y ocho de los cuales transcurren bajo el mar. Aquél otro había sido un túnel bajo el Mont Blanc, este en cambio eran tres túneles paralelos dentro de uno inmenso que los contenía. Habían sido realizados por empresas privadas. Todo esto demandó un gasto de nueve billones de libras y fue realizado con el concurso de tres sindicatos bancarios internacionales.
Pavadita de erogación.
Y les había tocado en suerte a François Mitterand y a Margaret Thatcher, como representantes de Francia e Inglaterra respectivamente, sellar el acuerdo.
El 29 de julio de 1987 firmaron un tratado entre ambos países para llevar a cabo la construcción del túnel bajo el canal. Una forma de pasar a la historia.
Dos empresas, France-Manche, por Francia, y Channel Tunnel Group, por Inglaterra, obtuvieron la concesión con un mismo contrato, para la construcción y explotación del complejo, quedando nucleadas en la empresa Eurotunnel.
Desde el primer día de su concreción, el túnel transportó ciclomotores, automóviles con pasajeros, camiones y vehículos pesados.
Todos estos servicios eran efectuados por una compañía bajo el nombre de Le Shuttle entre las terminales de Sangatte, comuna de Francia, en la región de Nord-Pas de Calais, lugar por donde él había ingresado, y Dover, más exactamente Folkestone, en Inglaterra.
Había momentos de felicidad en los que sentía amor por Emma, entonces le gustaba cruzar el túnel y llevarla a pasear a Londres. Muchas veces iban al teatro y luego de comer, regresaban a su casa.
Otras veces, cuando se sentía agresivo, el cruzar el túnel le permitía esconder su furia. La velocidad de la máquina y esa atmósfera de ciencia ficción lo ayudaban. Eran fascinantes esos tres túneles insertos en otro, enorme.
Por dentro cruzan de lado a lado: Le Shuttle, que transporta vehículos de todo tipo con sus conductores, (Le: él en francés), y Shuttle (inglés) cualquier medio de transporte que une dos puntos entre sí, y el Eurostar, que transporta pasajeros desde las estaciones terminales uniendo Londres, París y Bruselas.
Eso había sido el comienzo; la idea era ir añadiendo luego otras ciudades capitales de Europa, partiendo de las cabeceras y viajando bajo el canal.
Tres túneles en uno. El tránsito entre Gran Bretaña y Francia corre por el túnel norte, mientras por el túnel sur circula el tránsito entre Francia y Gran Bretaña; el tercero y pequeño túnel de servicio es el que sirve para que los ingenieros y técnicos transiten por el sistema sin necesidad de detener la circulación. Fantástico. Richard pensaba que ellos eran quienes detentaban todo el poder. Lo excitaba la idea de confundirse entre los técnicos para destruir, aislar y luego volver a construir esa maravilla de la ingeniería creada a una profundidad de entre cuarenta y cinco a setenta y cinco metros bajo la superficie del mar.
Pero a él HOY le interesaba el túnel más pequeño, ese por el que circulan los vehículos de mantenimiento. Siempre había soñado con introducirse subrepticiamente y recorrerlo. Quizás disfrazado de ingeniero. Desde el primer día que supo del proyecto, se interesó en su construcción. Hasta había montado una maqueta en su casa para conocer todos los detalles.
¡Tres túneles comunicados entre sí por pasajes que se abren cada trescientos setenta y cinco metros, que les permite llevar a cabo su trabajo de mantenimiento! ¡Qué no daría por caminarlo!
Por otra parte los túneles principales se conectan con ductos cada doscientos cincuenta metros que sirven para la descompresión del aire impulsado por los trenes al desplazarse. Estos están provistos de válvulas para ser cerrados en caso de que se produzca algún desperfecto, incluso se cierran cuando los técnicos deben trabajar en algún sector específico, a fin de no perjudicar la pureza del aire.
En los momentos pico, el tránsito bajo el canal es de cada tres minutos, las formaciones corren a ciento sesenta kilómetros por hora. Puede haber siete o más trenes simultáneamente en cada túnel. ¡Miles de vehículos y diez mil personas pasan bajo el canal cada día!
Demasiado grande; demasiado preocupante para mentes enfermas, para “estados alterados”.
Él lo había estudiado todo. El sistema opera veinticuatro horas al día, siente días a la semana, cincuenta y dos semanas al año sin importar clima o fuerza del viento. Nada puede igualarlo.
Para Richard era todo un desafío. Armar y desarmar el túnel en su totalidad. Volver a reconstruir la frecuencia y el tiempo de viaje como quien arma y desarma una escopeta de caza. Mejorar aún más el tiempo de viaje de treinta y cinco minutos de terminal a terminal, de costa a costa, o tres horas desde Londres a París. Quería mejorar la frecuencia del Eurostar que ahora era de una salida por hora.
Achicar la frecuencia de Le Shuttle, para lograr más de cuatro salidas por hora.
Desde Londres su terminal finaliza en un semicírculo cuyo otro extremo se encuentra en Francia. El tren, deja la terminal de Folkestone y se dirige hacia el túnel. En Calais termina en un ocho para facilitar la pérdida de velocidad de las locomotoras en tanto se aproximan a las plataformas.
En cambio el Eurostar, que transporta solamente pasajeros, es una versión de los TGV, trenes de gran velocidad franceses, que pueden alcanzar hasta quinientos quince kilómetros por hora y en un principio unió las ciudades de Londres, Paris y Bruselas. Más adelante querían incorporar coches cama. También llegarían a otros lugares de las Islas Británicas y también a Noruega.
Todo era apasionante. Le habría encantado que lo convocaran para participar en el desarrollo de las ideas. Porque ideas tenía muchísimas, pese a ser solamente un comerciante en cueros. Antes de conocerla también imaginó una locomotora especialmente construía para ser usada en el túnel arrastrando Le Shuttle. Y tenía que ser especial por la falta de oxígeno. Pero la realidad superaba su imaginación pues cada Shuttle tiene dos locomotoras, una a cada extremo, para alcanzar el máximo poder pudiendo pasar por el túnel veinte veces al día con un tren de setecientos sesenta metros de largo.
Tiró el Gitan destrozado entre sus dedos y buscó otro, se lo llevó a los labios. Apenas saliera al aire libre lo encendería. Se imaginó conduciendo el tren bajo el canal. Atento a cada situación, preparado para lo imponderable.
Inquieto mordisqueó el cigarrillo.
Se vio sentado en la locomotora al frente de la formación, más precisamente del lado izquierdo. El capitán del tren, responsable de la seguridad, se encontraba sentado a su derecha y se comunicaba mediante un intercomunicador que reproducía una voz metálica. Las seis personas de la tripulación atentas a las órdenes, inmersas en la rutina. Frente a él, el panel colocado con todos los controles necesarios para conducir.
Como un niño esperó ansioso la orden del capitán indicándole partir.
Y las voces en su cabeza se lo ordenaron.
Ese era el momento de retirar los frenos y prender el selector del control.
El sistema francés provee la indicación necesaria directamente dentro de la cabina.
Para Richard esa máquina no tenía secretos. Podía disminuir la velocidad tan sólo con escribirla en la pantalla. Si se excedía, los frenos comenzarían a funcionar automáticamente. Cualquier desperfecto aparecería ante sus ojos en la Unidad Visual. Mediante ésta, el capitán, monitorea qué sucede en cualquier sector del tren.
Pensó en descender de su automóvil e investigar un poco.
Si no lo descubrían podría, incluso, llegar hasta una de las locomotoras que operan de a pares y cuya potencia de arrastre es de dos mil cuatrocientas toneladas.
Había querido reproducirlas en su maqueta, pero no lo había logrado. Eran algo especial. Cada una de sus partes era una obra de arte que le quitaba el sueño. Su diseño, les permite tomar la electricidad de un cable, la catenaria, de veinticinco mil voltios, sus seis motores desarrollan una potencia máxima de casi seis megawatts, es decir siete mil seiscientos caballos de fuerza, cien veces más que cualquier automóvil familiar. Su velocidad máxima alcanza ciento sesenta kilómetros por hora mientras que la normal es de ciento cuarenta, cada una con un peso de ciento treinta y dos toneladas, sus ruedas con un diámetro de mil doscientos cincuenta centímetros.
Se mesó los cabellos intentando intelectualizarlo.
Si agregaba a eso los dos sistemas de frenos, el común de fricción a disco en todos los coches, igual que un automóvil, y el otro de regeneración eléctrica, su delirio llegaba al paroxismo. En este último las ruedas de la locomotora generan electricidad en lugar de usarla, e impulsan los motores. Esta electricidad, así generada, pasa a la catenaria para ser usada por la locomotora.
Pero para las tareas de mantenimiento, dentro del Eurotunel, los ingenieros operan unas locomotoras eléctricas diesel que podrían empujar el tren en el desgraciado caso de que se suspendiera toda la electricidad. ¿Podría él desconectarla para paralizarlo todo?
Tendría que actuar desde varios puntos en forma simultánea. Todos quedarían atrapados, inmóviles y sin aire acondicionado. El tren a diesel debería arrastrar entonces la formación, pero no llegaría a tiempo para retirar a los ocupantes. Los vehículos serían abandonados y la gente correría por los túneles gritando despavorida, apretada entre los vagones y las paredes redondeadas, sin alternativa, unos hacia Francia, otros hacia Inglaterra.
¡Qué situación caótica! ¡Delirante! Entre dientes rió feliz.
Del control que se lleva a cabo en cada terminal, lo notarían de inmediato ya que el tránsito del túnel es supervisado desde la Cabina de Control de la terminal de Folkestone donde, a través de pantallas tienen una visión permanente de la posición de los trenes en el túnel y en las terminales. Si todo se cortara también ellos perderían la visión de sus pantallas o la información adicional que proporcionan las cámaras.
No se podrían enviar señales a la cabina del conductor. Si alguna orden fuera ignorada el tren automáticamente perdería velocidad y se detendría, pues si surge alguna dificultad en el Centro de Folkestone, el Centro de Calais toma inmediatamente el control del sistema. Nada de eso podría hacerse.
Pero qué le importaba. El caos ya se habría desatado.
Miró la pantalla. A su lado se encontraba el director. Esperó la orden y puso en marcha la formación. Despacio movió la palanca y el tren comenzó a desplazarse. En pocos minutos ganaría velocidad, atravesaría la salida e ingresaría en el túnel. Ya empezaba a moverse. ¡Estaba al frente y nada lo detendría!
Podía ver la velocidad en la pantalla frente a él con números negros sobre fondo verde. Alcanzó la velocidad máxima más segura de ciento cuarenta kilómetros por hora.
Comenzó a transpirar. Toda estaba en sus manos. Eran cuarenta formaciones las que pasaban por hora a doscientos veinte kilómetros. Un tren cada catorce minutos. Cuarenta trenes simultáneos. El Eurostar desde la estación Garde Du Nord. Le Shuttle en el que iba, unía solamente Francia hasta Inglaterra, desde Sangatte a Folkestone por el túnel norte. ‘El trayecto será de treinta y cinco minutos, luego regresaré por el túnel sur’, se repetía una y otra vez.
Pronto llegaría al ocho dibujado con las vías en tierras inglesas, para aminorar la marcha. Chequeó en la pantalla la velocidad. La aumentó. Circulaban al máximo de lo permitido. La catenaria recibía la electricidad producida por la fricción de las ruedas constituyendo un sistema múltiple de producción eléctrica. Si algo fallaba, por el túnel de mantenimiento avanzaría una formación que podría arrastrar el tren hasta la salida.
En su automóvil, tras el volante de su Citroën sus ojos brillaban. Mordió el Gitans. Esperaba ansioso llegar a la catedral ubicada quince kilómetros antes de finalizar el túnel. Alguien la abriría de modo de permitirle un cambio de vías.
El tamaño justificaba su nombre: ocho metros de alto, dieciocho metros de ancho y veinte metros de largo.
¡Caminar por la catedral! ¡Con la sola extensión de su brazo tendría el poder de detener todas las formaciones! Desde el control de Sangatte se harían cargo una vez que desde Folkestone no pudiera hacerse nada, y él reiría feliz, demoníacamente feliz.
Bajó de su automóvil y se dirigió al baño más próximo. Buscó la entrada para llegar al túnel de mantenimiento abierto manualmente a pala, y construido con los mismos bloques circulares de hormigón armado, pero mucho más pequeños que los usados para la construcción de los grandes túneles. Cerca de un millón de segmentos fueron utilizados para construir el túnel del lado británico. Cada anillo lo constituían ocho segmentos, más la clave. Otro tanto por el lado francés. El pequeño túnel era similar.
Por ahí se deslizaría sin ser visto por los técnicos. Podría colocar el artefacto explosivo que llevaba oculto en la barra de unión de las ruedas de su coche. No era difícil sacarlo, bastaba con meterse debajo del mismo y destrabarlo. Bien disimulado no había sido reconocido por los inspectores.
La explosión le daría por lo menos el tiempo suficiente para ponerse a salvo. Lástima que el túnel se había construido bajo el lecho del mar dentro de un terreno con la consistencia de un queso, fácil de romper y difícil de desgranarse.
El lugar elegido era clave ya que la distancia del túnel con el exterior tenía que ser la más corta. Si tenía éxito podría lograr que el túnel se llenara de agua. Para eso la explosión debería de ser poderosa.
La naturaleza les había regalado ese material, no sabía si el regalo había sido para los ingleses o para los franceses. Le gustaba pensar que era para ‘la Europa Unida’, como se podía apreciar en la escultura en exhibición en la Garde du Nord. Pero elegir Waterloo para terminal de Londres le parecía una afrenta, a él y a muchos de sus compatriotas.
Faltaba poco.
Ni lugar habían tenido los ingleses para desarrollar las obras necesarias para Le Shuttle. Con el material extraído habían construido una plataforma ganando metros al mar, en cambio ellos, los franceses, habían hecho un lago con el material, que luego llenaron de tierra y cubrieron con pasto ganando así un espacio verde. Les sobraba terreno.
Golpeó el volante de su Citroën y bebió otro sorbo de coñac. El alcohol le hizo sacudir la cabeza, deshizo el Gitans entre sus dedos. ¡Por qué no se podía fumar dentro del túnel! Un cigarrillo no cambiaría nada. Los ojos le dolían y las manos aprisionaban el volante.
Todavía faltaban unos minutos.
¡Ahora sí!
El agua ingresaba por todos lados. ¡La explosión había sido exitosa! Veía correr a los pasajeros gritando en distintas lenguas.
Los veintinueve coches separados en catorce secciones de dos vagones cada uno estaban detenidos. Cada sección con un vagón de acceso y uno de egreso de vehículos que pueden cargar hasta cuarenta y cuatro toneladas, estaban detenidos.
Los pocos conductores de los camiones que viajaban en un minibús con aire acondicionado, ubicado en un vagón inmediatamente detrás de la locomotora, dejaron su refrigerio y abandonaron el lugar tratando de escapar. No regresaron a sus vehículos dejándolos abandonados.
Había logrado el caos deseado. Nada se podría hacer desde los galpones de mantenimiento, ni desde el principal, en Calais, de diez mil metros cuadrados, ni del pequeño en Folkestone de setecientos cincuenta metros cuadrados. La política del mantenimiento preventivo del sistema estaba desbaratada.
Los trabajos de mantenimiento, llevados a cabo durante el horario nocturno cuando el tránsito de trenes es menor, no habían podido detectar nada que los hiciera pensar en un atentado. ¿En qué mente enferma podría existir eso? Solamente en la mente de Richard.
El complejo sistema, que cuenta con doscientos sesenta técnicos e ingenieros, casi todos en Calais, había fracasado.
El pequeño vagón auxiliar, de diez metros de largo y un metro y medio de alto, que desarrolla una velocidad máxima de cincuenta kilómetros por hora e ingresa en un túnel de cuatro metros y ochenta centímetros de diámetro, estaba inutilizado. Cada uno de estos vagones cuenta, por la imposibilidad de girar, con una cabina adelante y una atrás. Pueden sí correr paralelos y adelantarse unos a otros en el túnel. Estas unidades tienen un cuerpo central desmontable que se cambia según las distintas necesidades de servicio y circulan sobre una guía electrónica enterrada bajo el solado.
Nadie había descubierto nada, pues nada estaba preparado antes de la última revisión. Ahora era muy tarde. Todo estaba destruido. La consistencia del terreno blando había cedido fácilmente y el agua salada ingresaba a grandes oleadas mezclada con la piedra caliza, arcilla y conchillas.
Tantos años preparando este proyecto y ahora él, Richard, pasaría a la historia. Ya veía los titulares de los diarios con su nombre impreso.
De nada serviría todo lo que se hizo. Las máquinas para construir el túnel deberían comenzar nuevamente a trabajar. Emplearían la más grande, de más de ocho metros de diámetro y un peso de más de mil quinientas toneladas con un tren de servicio detrás, con lo que resultaba de un largo de doscientos sesenta metros.
Al frente la cabeza cortadora con dientes de tungsteno de gran dureza, cortaría hasta un kilómetro por mes empujada contra la piedra por pistones hidráulicos. Emplearía un movimiento circular para facilitar el corte y, a medida que avanzara se extendería por fuera de su piel telescópica oculta, permitiendo así que el desplazamiento de la totalidad del sistema fuera mucho menor. La cabeza dirigida por un rayo laser para mantener la dirección.
Otra vez tendrían que ponerse a trabajar.
Deseaba que lo llamaran a él para formar parte de la empresa y contribuir con sus conocimientos, y más ahora que había sido el autor de su destrucción.
Los anillos de concreto con los que estaban recubiertas las paredes del túnel estaban de origen perforadas en varios sectores. Conocía paso a paso cómo habían sido llevados al lugar mediante un tren suplementario para ser instalados. Cada anillo encajado con un pequeño segmento, la clave. La colocación de cada uno llevaba aproximadamente veinte minutos. El espacio entre estos segmentos y la pared de piedra se sellaba con cemento. Paso a paso habían construido lo que él había destruido en un instante.
Suspiró satisfecho y bebió otro sorbo de cognac. Sacó otro Gitan y lo apretó con los labios. Consultó el reloj: en pocos minutos llegarían a destino.
Sintió como la máquina tomaba el gran rulo en ocho aminorando la velocidad. Ahí dejaría el Shuttle y se dirigiría a Folkestone, ese pequeño pueblo costero.
Las voces dentro de su cabeza aminoraron la intensidad.
No llegaría hasta la estación vidriada de Waterloo.
En Folkestone compraría a Emma esos dulces que tanto le gustaban, así no lo molestaba.
Luego regresaría, mansamente, a Calais, y desde ahí desandaría el regreso hasta su casa.
Incluso era posible que llegara a tiempo para almorzar con Emma.