Evocación
María Cristina Berçaitz
Atardecía en Praga cuando llegué al Teatro Nacional.
Entre las doradas columnas del ingreso que da paso al Foyer, se podían ver las carteleras con anuncios del ballet que me había convocado.
Entregué mi ticket. Era la primera en llegar.
Me indicaron la galería y el palco, muy cerca del escenario.
En la penumbra me dirigí al lugar e ingresé. Dejé la puerta abierta tras de mí y me senté.
Tenía la sala a mis pies. Algo llamó mi atención y miré hacia el foso de la orquesta, donde había aparecido una joven etérea. Se sentó frente al arpa y comenzó a bordonearla. La música se desgranaba y me envolvía en el espacio vacío.
Un sonido a mi espalda hizo girar mi cabeza. Me encontré frente a frente con una acomodadora: -Señora, no puede ingresar hasta tanto no se prendan las luces- dijo.
Tímidamente comenzaron a encenderse. Me miró, sonrió, se encogió de hombros y se retiró.
Volví a la magia del momento. Los músicos llegaban en silencio, como también los espectadores. Se iban ubicando. Parecía que se deslizaban sin tocar el suelo. Luego comenzó un murmullo creciente. Las luces y las voces se encendieron paulatinamente mientras el sonido sincopado de la orquesta templando los instrumentos los acompañaba.
Disfruté esos minutos que eternizaría en mi corazón.
Se apagó la sala y se encendió el escenario.
Los primeros acordes me regresaron a la realidad.
Inolvidable última noche en Praga, la ciudad mágica de Europa.
En «Evocación», de María Cristina Berçaitz, se observa y tal vez como un juego de intrigas y de imágenes, las sensaciones que se pueden intuir desde un punto cualquiera. Una figura etérea en medio de la nada, aparece en el medio del relato, marcando así lo real de lo irreal y dándole al mismo tiempo otro matiz. Alguna vez dijo Frédéric Beigbeder “El mundo es irreal, salvo cuando es mortalmente aburrido”. Más allá de eso, también existen las luces, los músicos y los instrumentos que juegan con las notas, lo que le dan a este relato el complemente justo y adecuado.
Marcelo Manuel Oviedo
Muchas gracias, Marcelo. Fue tan fuerte y hermoso aquello que viví que quise que perdurara. Un abrazo