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Visita a Madagascar y al Padre Pedro Opeka

Por María Cristina Berçaitz

Desde el lejano día en el que mi padre nos leyó El Principito a mis hermanas y a mí, quise ver el baobab, ese longevo árbol africano conocido como el ‘árbol de la vida’, y que cubriría el planeta de tan delicado personaje, abrazándolo por completo.

Existen en el mundo ocho especies, seis de ellas en Madagascar, otra en África Continental y otra en Australia.

Esta isla africana que visitaría, cuarta en tamaño en el planeta, cuyos paisajes, bosques, campos sembrados de arroz, playas, arrecifes, y la enorme cantidad de especies de animales, como lémures, atraen turistas de todas partes del mundo.

Hasta 1958 fue colonia francesa, ahora es independiente.

Madagascar es un lugar de enorme vulnerabilidad social, pese a las riquezas que anidan en su suelo y en su mar.

Allí es bien conocido el sacerdote argentino, padre Pedro Opeka, “el Albañil de Dios”, miembro de la Congregación de San Vicente de Paul.

Nacido en la Argentina en 1948, hijo de inmigrantes eslovenos, trabaja desde su juventud en la isla. Allá se dedicó a salvar a los pobres de toda pobreza.

Pensé en la posibilidad de verlo, pero no lo creí posible.

Era el mes de abril de 2017 cuando el avión carreteó por la pista del aeropuerto de Antananarivo, capital de la isla, y conocida por todos como Taná.

Había llegado a destino, pero no imaginaba la maravillosa experiencia que la vida me tenía reservada.

Para trasladarnos desde el avión hasta el aeropuerto subimos a un minibus.

En África siempre soy ‘marcadamente extranjera’ y mi presencia produce curiosidad, por lo que no me sorprendió que una señora (compañera eventual de este corto recorrido), vestida con la ropa típica del lugar, me mirara y con una amable sonrisa en su cara morena me preguntara, en francés, idioma usado conjuntamente con el malgache, de dónde era. Por dos veces le respondí: “De la Argentina”.

Ella no conocía ese lugar. Le sonreí y le dije: “Del país del padre Pedro”. Sonrió complacida y movió afirmativamente la cabeza; no le quedaban dudas.

Una vez terminados los trámites migratorios, un taxi me llevó hasta el Hotel Brajas, situado en medio de la ciudad.

Siempre considero más seguro elegir un hotel con restaurante. Este además contaba con un bar sorprendente colmado de bebidas de todas partes del mundo. Este bar quedaba muy próximo a la puerta de entrada.

Las hermosas jóvenes que me recibieron derrochaban simpatía. Me informaron que Taná no era un lugar seguro, por lo tanto y dado lo avanzada de la hora cercana al atardecer, me convenía quedarme en el hotel.

Entre ambas empleadas había una caja para propinas. Solamente en Madagascar las he visto.

Dejé mis maletas en la habitación, no muy grande y con baño privado. Una como tantas de tantos hoteles. Bajé nuevamente al hall.

A medida que se ocultaba el sol, en el bar se encendían luces de colores, predominando los rosas y naranjas. Miré inquisitivamente a las recepcionistas y les pregunté el motivo: a ese bar acudían vecinos del lugar y muchos amigos del dueño, Brajas, hindúes como él. No era un lugar donde una señora pudiera sentarse a beber una copa. El hotel iba mostrándome su otra cara, la más redituable y dolorosa.

Quise salir a caminar, pero las empleadas me indicaron lo peligroso que era. Me dirigí entonces al comedor ubicado en el primer piso en un balcón terraza, y desde ahí pude observar a la gente que circulaba por la calle.

Su ropa mostraba claramente su condición. Luego me daría cuenta de que en Madagascar hasta quienes tienen trabajo son pobres.

Aconsejada por las chicas de la recepción contraté, para el día siguiente, un chofer que me llevaría a recorrer los alrededores. Me dejaron muy en claro que no podía caminar sola por la ciudad a ninguna hora del día.

A media mañana se presentó Antoine, un joven y robusto malgache de piel color caramelo, como todos en la isla. Tenía un coche francés no muy moderno; me permitió sentarme a su lado. Comenzamos a atravesar la ciudad a paso de hombre, tanta era la gente. En un momento bajó la ventanilla para que entrara algo de aire. Yo tomaba fotos hasta que noté que el vidrio subía, cerrándose para mi protección. Un joven se acercaba entre todo el gentío, tenía la mirada fija en mi Tablet.

Recorrimos poblados cercanos en los que hombres y mujeres ofrecían artesanía.

Todo era hermoso, desde las telas coloridas para envolverse o transformar en vestidos, los manteles bordados o tejidos, y las tallas de madera, entre muchas otras cosas.

Yo recorría el lugar, miraba, preguntaba, tocaba las delicadas telas, pero no quise comprar nada, con gran disgusto de los vendedores.

Tengo que hacer un paréntesis para hablar de la belleza de las mujeres, los rasgos son perfectos y proporcionados y los cuerpos esbeltos y flexibles que realzan con  vestidos de intensos y bellos colores. En ellas se mezcla sangre asiática y negra.

Le comenté a Antoine que en Madagascar estaba el padre Pedro, un argentino compatriota mío. Para mi sorpresa me respondió que sabía dónde se encontraba y se ofreció a llevarme, ya que los baobabs que le había dicho que deseaba visitar estaban demasiado lejos y no tendría tiempo de llegar a verlos. Acepté entre feliz y sorprendida.

Al día siguiente viajaría a la hermosa isla de Nocy Be ubicada en el noroeste de Madagascar, conocida como ‘isla de las reinas’ porque en épocas lejanas ahí se refugiaron; también llamada ‘la isla de los perfumes’ porque se exportan desde ella esencias a Francia.

 A mi regreso visitaríamos al padre Pedro. Por el momento iríamos a pasear uno de los bosques tropicales donde quizá pudiera visualizar animales. Lamentablemente no llegué a ver ningún lémur con anteojos, pero sí pequeñas familias de monos.

De regreso paramos a almorzar en un pueblito. Pasé al baño y noté que no había agua, ni en el baño, ni en el local, ni en ningún lugar del poblado. Se había roto un caño de abastecimiento y no sabían cuándo sería repuesto. Una muestra más de la pobreza de la zona. Obviamente me negué a comer, pese a que el lugar estaba lleno de comensales. 

Al día siguiente viajé a la isla de Nocy Be. El hotel Vanila es realmente precioso y cuenta con una piscina con vista al mar. La dueña es una mujer. En cada uno de los detalles se ve su buen gusto y la mano de un profesional. Incluso en la exquisita cocina con profusión de mariscos frescos.

De todos modos, siempre puede haber accidentes.

Durante un almuerzo mi plato llegó con un agregado: un pedazo de vidrio. Llamé al camarero y se lo mostré. Su rostro moreno se puso blanco. No atinó a decir palabra. Su miedo y turbación me conmovieron. Sería un secreto entre los dos. Aunque él no era culpable se sentía responsable y la sombra de perder su trabajo le preocupaba, y no poco. Quedarse sin trabajo en Madagascar es no saber si se comerá al día siguiente.

Desde el hotel reservé una excursión en lancha por las islas, que insumiría todo el día. No estaría sola, un matrimonio, hospedado en un hotel cercano, iría conmigo.  

El día nos acompañó. Pudimos disfrutar del paseo y comer en la playa en compañía de un monito que se acercó a curiosear y a comer las sobras de la mesa.

Al regreso se nos unió un francés de alrededor de sesenta años que visitaba Madagascar para saciar su lascivia, y lo hacía con una jovencita que no llegaría a los quince años. El turismo sexual es muy común en la zona.

Fue muy penoso ver cómo le tocaba las piernas y le acariciaba los muslos, mientras   reía y hablaba con su joven compañera; fue penoso y desagradable.

     Regresé a Taná. Mi paseo por la bellísima isla de Nocy Be había terminado.

Llegó pues el día en que Antoine me llevaría a conocer al padre Pedro quien, muy joven, tuvo que decidir entre su pasión por el futbol y su amor al prójimo. Hijo de un matrimonio que huyó de Eslovenia cuando cayó en manos del comunismo y formó a sus siete hijos en la fe cristiana y el trabajo, Pedro Opeka ingresó a los dieciocho años en el seminario de la Congregación de San Vicente de Paul, en la ciudad de San Miguel, Argentina.

Quiero recordar el altruismo con el que monjas y sacerdotes de esta congregación se desempeñaron en Buenos Aires durante la terrible epidemia de fiebre amarilla de 1871. Muchos de ellos están enterrados en el Cementerio Sur, donde una placa los recuerda. Esto da la pauta de la formación de los misioneros de esa Orden.

Siendo aún seminarista, Pedro misionó dos años en Madagascar, y ahí regresó una vez ordenado sacerdote en la Basílica de Luján. Desde 1976 se encuentra en la isla. A su llegada, además de la discriminación por el color de su piel, sufrió paludismo y parasitosis, entre otras enfermedades endémicas de Madagascar.

Pero salió indemne.

Como sé de la obra que hace el padre Pedro, quise pasar por un banco para retirar una pequeña contribución. Pude sacar solamente lo permitido para la extracción de un día.

Recorrimos el camino que nos llevaría a Akamasoa, ‘Buenos amigos’, en lengua malgache, una de las ciudades fundada por el padre Pedro Opeka, que ya ha salvado a más de quinientas mil personas de la pobreza más absoluta.

Atravesamos campos sembrados con arroz que componían una sinfonía de amarillos y verdes, forestas por donde se adivinaban, y a veces también se veían, animales de distintas especies. Nos cruzamos con mujeres vestidas con túnicas de colores vibrantes que hacían resaltar su figura y el color de su piel. Vimos las estructuras inglesas, puentes y vías férreas, en uso, pero sin mantenimiento, construidas en la época en la que Inglaterra y Francia rivalizaban por el dominio de la isla, como hoy lo hacen Rusia y China.

Finalmente llegamos. Cruzamos un gran portal de hierro que se cierra únicamente  de noche. De un camión descargaban sillas de ruedas y otros enseres para distintas discapacidades.

Dejamos el automóvil. Se nos acercó una mujer que cruzó algunas palabras con Antoine y nos acompañó hasta un escritorio donde debíamos aguardar la llegada del padre Pedro. A este lugar ingresamos a través de un patio central rodeado de aulas llenas de niños vistiendo guardapolvos color rosa.

Luego de un largo rato la figura del padre Pedro se recortó en el vano de la puerta. La emoción me superó y comencé a llorar. “Pero… ¿qué hace, mujer?”, preguntó en francés, “¿Por qué llora?”. Su voz se notaba muy molesta. “Porque estoy en presencia de un hombre santo”. Dije en español. “No diga pavadas”, y añadió, “todos los hombres son santos”. A lo que respondí, “No es verdad, y usted lo sabe.”. Hizo un gesto de fastidio y se sentó invitándonos a hacer lo mismo. Me clavó sus ojos celestes, “¡Pero usted es argentina!” exclamó interrogativo. “Estaba trabajando, porque soy un albañil. Aprendí el oficio a los ocho años de la mano de mi padre”

-aclaró- “y me dijeron que había una señora de Eslovenia que me estaba esperando y que no se iría hasta que no llegara a verla. Pero seguro que usted no sabe ni dónde queda Eslovenia”. Rio. “Es un país que se encuentra en el sur de la Europa central”. Respondí también riendo.

Me puse de pie y hurgué en el bolsillo del pantalón. “Mi mamá me enseñó que no se va a ningún lado con las manos vacías. Saqué del banco todo lo que pude. Tome”. Miró mi mano y tomó lo que le ofrecía. “¿Qué quiere que haga con esto?”. “No sé, tampoco sé cuánto es.” “¿Le hago un recibo?” “¡Ni se le ocurra!”. Llamó a una de sus ayudantes y le entregó el dinero para que lo guardara.

Escribo y recuerdo todo, su voz, sus ojos claros, su barba blanca, su piel enrojecida por el sol.

La conversación se hizo amena y comenzó a tutearme. Miró a Antoine y me preguntó si hablaba español, a lo que respondí que no, francés, como todos en la isla. Se puso de pie y en francés, le preguntó la edad, “Cuarenta años”, fue la respuesta. “¡Entonces soy más malgache que usted, hace cincuenta años que vivo acá, sobreviví a cuanta enfermedad me atacó, tengo sangre malgache en las venas, sufro y vivo como malgache! ¡Soy malgache!”.

Luego se sentó y comenzó a hablarme de Akamasoa, de lo que sufrió cuando vio a unos niños, sobre una pila de basura, pelearse con un cerdo por un trozo de comida. De aquella noche en la que se desveló, se arrodilló en la cama y, elevando los brazos al cielo pidió a Dios que le indicara el camino y le ayudara a ayudar a esa gente a salir del basural.

No les prometió dinero, pero sí trabajo para salir de la pobreza. Me habló de cuánto le costó que lo aceptaran por su piel blanca y su cabello rubio, y cómo consiguió eso a través del futbol. Me preguntó qué me había parecido Antananarivo, y ante mi respuesta: “Una gran villa miseria”, sus ojos se nublaron. Me di cuenta de cuánto amaba Madagascar. “Además, hay mucho comercio sexual”, agregué. Un dolor muy grande cruzó su mirada. “No, eso es en Nocy Be, no en Taná”. No quise aumentar su tristeza; bien oía yo a la madrugada los pasos breves que bajaban la escalera ubicada junto a mi habitación en el hotel, pasos no de mujeres sino de niñas apenas entradas en la pubertad.

Supo que yo era arquitecta y me invitó a recorrer su ciudad, construida por un albañil, como siempre se reconoce. “¡Arquitectura sin arquitectos, la mejor del mundo, se construye exactamente lo que se necesita!” Dije con alegría. Rio con ganas cuando supo que yo era mayor que él. “¡Tenemos la misma edad!” reía. Salimos al patio y los niños que dejaban las aulas para disfrutar del recreo, nos rodearon. Gritaban y trataban de tocarlo. Todos lo adoran. Muchas de las maestras que hoy enseñan en esa escuela eran niñas que vivían de la basura.

“¿Sabes qué gritan? Padre Pedro, una y otra vez, padre Pedro”. Reía y tomaba las caritas de los niños con sus manos. “¡Qué van a saber, pobres inocentes, de discriminación! Todos los niños son inocentes. Hay que evitar que vuelvan al basural” Dijo. Me contó de la cantidad de mujeres que habían podido salir de la miseria y ahora eran profesoras en colegios de Madagascar, en Akamasoa e incluso también en Francia.

Pedro Opeka es un hombre de Dios, un hombre que vive el Evangelio. Su entrega es constante y enseña la doctrina que practica.

Cuando los niños regresaron a sus aulas, llamó a un grupo de mujeres y les pidió que me mostraran la obra entera. Él regresaría a su trabajo, pero antes me dijo que me pusiera en contacto con su hermana Lucía, a quien busqué y conocí en Buenos Aires. Sin embargo, pese a vivir muy cerca una de la otra, nunca bebimos ese café que nos prometimos.

El padre Pedro me explicó que la mayoría de los puestos importantes en Akamasoa están en manos de mujeres, ellas son madres y se ocupan de la administración de la casa y de los hijos, no derrochan el dinero, son conservadoras y saben cuánto se necesita, en cambio muchas veces los hombres lo gastan en alcohol, droga o juego.

Las mujeres elegidas me llevaron a recorrer la obra. Comenzamos por la Administración y lugar de venta de artesanías y recuerdos. Compré algunas cosas, entre ellas una piragua que, por suerte, pude traer a Valencia y está en exposición en una vitrina. En ese lugar también llevan un censo con todos los habitantes de Akamasoa: fecha, edad, estado de salud y todo lo que pueda ser de importancia.

También hay un hospital con internación para aquellos que, por ser muy ancianos o enfermos, o porque los aqueja algún problema de salud no pueden trabajar.

Las viviendas están construidas por sus habitantes de acuerdo a sus necesidades, pero todas siguen un mismo patrón. En esta ciudad nada se regala.

Akamasoa tiene leyes propias.

Una vez robaron el dinero recaudado, cuando este era muy escaso. Pedro Opeka les enseñó que era robarse a sí mismos y que no debían permitir que se repitiese. Nunca más sucedió, ellos mismos vigilan que no suceda.

Luego de recorrer el sector edificado me condujeron a la cantera. Allí pude ver a las mujeres que, al rayo del sol y a golpe de martillo, reducen a pequeños trozos las piedras que los hombres arrancan a la montaña. Esos serán parte importante de la estructura de sus hogares. Un sombrero de paja las protege y casi todas tienen un niño atado a su espalda.

Con tantos años de extracción, en el fondo de la cantera se ha formado una explanada.    Decidieron darle forma y ahí celebran, en determinados días, la Santa Misa.

Para el oficio diario, de domingos y fiestas de guardar, tienen un enorme espacio techado y con gradas, con capacidad para tres mil personas. Allí se da cita gente de todas partes del mundo que quiere ver al padre Pedro. Me invitó a asistir, pero yo partiría antes.

Lo mío fue excepcional y me siento bendecida por ello.

El sonido rítmico de los martillos sobre la piedra parecía música. Recordé que muchos vascos, como mi bisabuelo, al llegar a las Tierras del Plata estaban destinados a las canteras hasta saldar la deuda de su pasaje desde Europa. Así se lo manifesté a las mujeres que me miraron extrañadas. No creo que comprendieran el significado de mis palabras. Mi bisabuelo trabajó como ellas, y hoy yo podía viajar y visitar tierras lejanas.

Por supuesto no faltaba la cancha de fútbol donde, hasta el día de hoy, el padre Pedro juega algún picadito, pues le encanta el futbol y fue a través del fútbol que se conectó con la gente cuando todavía no conocía el idioma malgache.

Acompañada por mis guías, a las que se habían unido algunos pequeños, fuimos al vivero, donde todos los viernes los niños plantan árboles y todos los viernes los riegan.

Cada cosa que se hace tiene un propósito de enseñanza.

Hablando de enseñanzas. El día de mi partida noté que me habían quedado algunos ariary, la moneda del país. Tenía que dejarlos en la isla porque, ¿cuándo iba a regresar a Madagascar? Pensé en dárselo de propina al camarero que me sirvió el desayuno esa mañana, pero era demasiado. Recordé las palabras del padre Pedro: “Las mujeres saben cuánto se necesita el dinero”. Regresé a mi cuarto para alistarme y partir. Frente a mi habitación la mucama se afanaba en la limpieza de otra, la puerta estaba abierta. “Perdón, ¿es usted la persona que ayer me ayudó a entrar?”, pregunté recordando un problema con la llave. Se acercó presurosa y preocupada, “Soy yo, ¿sucede algo?”. “No, nada. Tome, es para usted”, y le entregué el dinero. Lo miró, se llevó las manos al pecho y elevó los ojos al cielo. “Gracias, gracias”, musitó.

El padre Pedro Opeka tiene la mirada más pura y franca del mundo, como la de esos niños a los que protege. Fue un encuentro inolvidable. Así se lo hice saber a Lucía cuando la conocí. “No pude ver los baobads,” le dije, “esos árboles que solamente pueden ser abrazados por varias personas simultáneamente, pero estuve con un hombre que él solo abraza al mundo entero.”

Pude volver a verlo cuando visitó Buenos Aires. Primero en una charla que tuvo lugar en la Capital y a la que me invitó mi hermana, pues no era abierta a todos. Lo acompañaban dos mujeres malgaches que cantaron un ritmo típico de Madagascar. Sus voces llenaron el salón. Ahí conocí a Lucía, alta, delgada y rubia como su hermano.

Lucía me comentó que el domingo siguiente el padre Pedro celebraría misa en la Basílica de Luján y que ella lo asistiría. Le dije que no faltaría.

     Ese domingo amaneció lluvioso.

     Un bus me llevó hasta Luján. La lluvia no me detuvo.

Al terminar la celebración la gente se agolpó a su alrededor para recibir su bendición. También yo. Cuando se acercó a mí, le dije: “Como no pude quedarme a la misa en Akamasoa, vine a Luján”.

Me miró sonriente, tratando de buscar en su recuerdo mi imagen.

No importa, para mí fue revivir Madagascar.  

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