Lobos y gacelas en una obra de María Cristina Berçaitz, Fernando Sánchez Zinny

Lobos y gacelas en una obra de María Cristina Berçaitz

(de El país de los Pechanes, 2009, Editorial Algazul

Por Fernando Sánchez Zinny

“Ileana, con la zorra abrazada a su cuello…” hacía el peregrinaje aleccionador, la no elegida aventura que coronarán la salvación, el conocimiento, la trascendencia y el himeneo. En el capítulo 28 de El país de los pechanes (1), titulado “Los lobos y las gacelas”, se lee que llegan hasta un lugar en que la niña escucha ruidos que la zorra reconoce como de lobos que se acercan. Ileana teme por sí y también por unas gacelas que allí pacen, al parecer destinadas a ser presas de la jauría próxima. En un enigmático parlamento, la zorra  la tranquiliza; formula, para hacerlo, la aseveración extraña, pero luego corroborada, de que en “ese lugar” los lobos nunca  comen a las gacelas. “Quizá les den alcance –dice–, pero no, nunca las comen…”

Subraya lo anormal de ese comportamiento lobuno el hecho, reiterado una y otra vez, de que tan sólo en ese paraje las cosas suceden así. Por añadidura, enseguida Ileana queda enterada de que son las propias gacelas las que invitan y provocan a los lobos a que las persigan, práctica sugerente que allí asume rasgos rituales y que, vista a la distancia, semeja a las manifestaciones de la pasión sensual entre varones y mujeres como una gota de agua a otra. Ninguna duda cabe que de esa similitud constituye el meollo del fragmento y de que tampoco hay razón alguna para creer que la autora, con entera conciencia, no haya tenido a bien escribir sobre tal tipo de efusiones y la trama de complejos afectos que entrañan.

Por otra parte, ese capítulo muy poca ilación parecería guardar con el resto de la obra. Si bien todo El país… está armado a partir de porciones inconexas aunque afines, dispuestas a manera de un rosario de poemas sobre el mismo tema, la que señalamos se presenta, en principio, como un gratuito recodo en el camino que va a la Ciudadela. Mejor observada, concluimos en que, en efecto, se trata  de un recodo tortuoso pero para nada gratuito. Ante todo, porque su presencia introduce una expectativa discrepante en un relato que hasta ese momento hasta podía ser interpretado como un mero apológo infantil, ilusión que –de haber existido– sólo subsistirá por demás maltrecha tras tomar noticia de la exaltación compartida por gacelas y lobos.

De pronto resulta que el libro no tiene ni tuvo –ni por asomo– la más mínima finalidad pedagógica. Como en un complot de comedia, de buenas a primeras todos saben  de qué se trata y asumen cautelosas medias palabras para aludir a lo que no es necesario mencionar. La propia Ileana rompe su gruesa costra virginal y se inquieta, se altera y, casi como en juego entre ruboroso y desenfadado con la impudicia, declara que quiere contemplar.

Por cierto, el relato es consistente y lineal y, dentro de lo fantástico, circula por carriles de estricta lógica. “Ese lugar” es, a las claras, la instancia temporal en la que el amor irrumpe y vuelve posible cosas de otro modo inverosímiles como, por ejemplo, que los lobos se abstengan de devorar a las gacelas. Pero si el tema no es sino una determinada deificación del amor, en lo que hace a una narración ya un pie estaría enlodado en la cursilería, riesgo ante el que –convengamos– las ramplonas asociaciones entre lo femenino y ciertos animales y lo masculino y otros, para nada ayudan. De mí me limitaré a decir que no abrigo la menor duda de que al redactar ese texto María Cristina Berçaitz retuvo presentes tanto las sugerencias, groserías o torpes halagos que acarrea, al respecto, el habla popular, como la adhesión a un compromiso –notorio, pero cuya naturaleza ignoro– de ir más allá de la descripción galante y de servir mejor a la inteligencia de esta época dándole, en clave, un sentido renovado a ese entretenimiento, aparentemente pueriles, de pedir auxilio a la zoología para designar a los sexos.

Ocurre que las gacelas entornan los alabados ojos y mueven la cola –que en su caso es el rabo–, pero también hablan y hasta, una vez que saben despierto el interés del macho alógeno, no se privan ni siquiera de proporcionarle consejos una pizca enfadosos, considerado el momento. Con ensañada lascivia avisan que “después”, afrontarán (ellos) “la responsabilidad y el arrepentimiento”. Pero si esto prevén, es porque descuentan que el lobo al que encaran es un sincero enamorado. Y a más de sincero, carente de perspectivas, pues el arrepentimiento pronosticado indica que algo está mal en esa relación inminente, que algo la hará improcedente a la hora de homologarla entre las categorías reconocidas del deporte amoroso.

Corresponde señalar e insistir sobre las peculiaridades, rarezas  y anfibologías que es dable encontrar en ese capítulo: como vimos, quienes participan en él pueden amar y llegar a sentir, en consecuencia, responsabilidad y arrepentimiento, que son sendas sombras del pecado, o sea, de la noción del bien. Hay que hacer notar que en todo el resto del libro los buenos y los malos lo son porque lo son, con independencia de sus actos. La bondad es lo que hacen los buenos y la maldad, obra de los malos, pero unos y otros se ciñen a las normas de su índole sin que –según sucede, en general, en las fábulas– existan atisbos de verdadero albedrío. Los pechanes en modo alguno quieren hacer el mal, sólo que son pechanes… En comparación, el arrevesado capítulo 28 posee una luz cuyo resplandor alcanza a toda la obra y que completa o rectifica su sentido: es, asimismo, un oasis con su reparo de árboles esenciales, en medio del desierto emotivo que recorre la protagonista. Es, por último, una inusual moraleja anticipada al desenlace, utilizada por la autora –una ingenua Gepeto, en el fondo– para ordenarnos, paradójica y un poco monstruosamente,  que no seamos animales como los pechanes, como los gnomos, como la zorra y aún como esos grandes muñecos borrosos y simpáticos llamados Ileana e Hilario, sino humanos como las gacelas y los lobos, redimidos por la concupiscencia  y persuadidos –al menos los segundos– de que la consumación los transmutará.

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El estilo en que está escrito el fragmento no es, en sí, distinto al del resto de la obra, pero al aplicarse a una situación muy diversa a las que predominan en el conjunto, toma una coloración y un sabor por demás especiales. Construye, para solaz  del buen lector, una suerte de distancia expresiva conformada por una sucesión de figuras sobrias y elegantes, recortadas contra el fulgor del erotismo. La destreza con que se tramó la significativa molicie de ese texto obliga, hasta por un prurito de honestidad intelectual, a dar alguna razón acerca de lo erótico en el arte, nivel en el que se busca aguzar las sensaciones hasta suscitar excitación pero no satisfacerla, como sí se propondría el nivel pornográfico. En rigor, desde el punto de vista moral aquello es peor que esto porque en vez de alimentar con ramplona brutalidad la acuciante hambre de la juventud procura que la encandile la sonrisa de la seducción, pero el reproche pierde casi toda su entidad si observamos que en realidad lo erótico apenas existe sino como un matiz adicional. Así en literatura hay pocas, pero muy pocas obras en verdad eróticas, por lo que es hasta fácil enumerarlas ( 2); la tendencia más bien queda como un arroyuelo perdido en la fronda de la prosa o rumoreante en las sílabas del verso. Con haber avanzado como muy pocas escritoras locales en ese campo, la propia María Cristina Berçaitz sólo dedicó tres páginas a ese deliquio espiritual sobre las 150 que componen su libro.

Pero son suficientes para afirmar, con razonable certeza, que no hay nada similar en nuestra literatura  y tal vez en la totalidad de la literatura en idioma castellano (3), donde lo más cercano al respecto debe ser la traducción de Dafnis y Cloe de Longo, hecha por don Juan Valera hace un siglo y pico; sin embargo, aun esa aproximación es sólo relativa pues el fragmento comentado difiere mucho del tono de esa obra clásica del Bajo Imperio, así como de otras famosas, como la Afrodita de Pierre Louys, las Canciones lesbianas de la fraguada Cydno de Mitilene y los relatos que amenizan Las mil y una noches, en la célebre versión del doctor Mardrus (4).

La elaboración de esa lograda disimilitud constituye un importante, acaso un fundamental hallazgo de la autora, tal vez asistida por el ambiente puritano característico de la  época presente, acotación que en todo caso se relaciona con la persuasión de quien escribe estas líneas acerca de la inevitabilidad con que la cultura rige hasta la voluntad de aquellos que por haber recalado en un tipo de literatura  elitista –irremisiblemente elitista– como el que comentamos,  tiendan y aspiren a ser ajenos a los efímeros vaivenes sociales. Lo concreto es que en sus manifestaciones clásicas el erotismo es siempre animoso y jocundo, por mucho que sus adeptos lúcidos se sepan condenados a castigos terrenales o celestiales; en cambio, en esta versión reciente es sobre todo sentencioso y desesperanzado. Suspira y lloriquea un rato y luego se vuelve petulante y toma aires señoriales para lanzar un desafío con que la inutilidad del gesto expresa su oposición a la innoble oscuridad del mundo.

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“Afrontarás la responsabilidad y el arrepentimiento” preconiza la vestal muy poco antes de dejar de serlo. Lo último se entiende sin dificultades, por aquello de “post coitum omnia tristem, menos la mujer y el gallo que canta”, pero ¿cuál es la responsabilidad? En un sentido literal esto es un absurdo pues los lobos son indudablemente  lobos –con lobas y con lobitos, se aclara con puntual precisión– y acerca de las gacelas no hay por qué dudar que, en tanto se desarrolla el relato, sus contrapartes de género andan por ahí no más, triscando entre arbustos y rumiando su ominosa cornudez. Esta, sin embargo, quedará disimulada por la buenísima razón de que un cánido no puede engendrar en un bóvido.

Llegamos aquí al nudo de la narración, a la ambigua clave del libro en su conjunto: el amor existe pero es  infecundo, la sed es terrible pero no hay agua ni la habrá nunca. Una hipótesis sobre esta constatación podría ser  que el lobo es responsable –él, sólo él, pues la gacela al advertírselo pasa a actuar (ella, la mujer) como víctima– de frustrar su vida al desear imposibles. Quizás, aunque no convence del todo, como tampoco termina de convencer la  de que estamos ante  una alegoría del destino trillado en el que los opuestos se unen –integrados y marginales, burgueses y desposeídos, seres alados y seres ápteros–  en una rutina insignificante y estéril.

Un hálito trágico nos roza en ese momento de la lectura y de la comprensión. La imagen es nítida y ha sido traída sin esfuerzo visible, envuelta en la mansedumbre de palabras cotidianas: el lobo sigue el rastro de la gacela, ventea su olor y la persigue jadeante. Cuando finalmente dispone de ese cuerpo grácil, mediante una abismal y agónica inversión del instinto –eso es el amor, bien visto–, en vez de destrozarlo a dentelladas, lo acaricia y explora hasta implicarlo en el éxtasis. Pero “después” descubrirá que ésa ha sido una jornada baldía, un sendero recorrido en vano, pues ni podrá dejar su simiente, ni conseguirá retener, tan siquiera, a esa exótica compañera más allá de la fugacidad transcurrida en un lugar que únicamente puede ser ese alto en la marcha hacia la Ciudadela. Tras el episodio, uno se lo imagina a ese desdichado lobo en el trance de  volver, ojeroso y  con la cola entre las piernas, ante su ceñuda loba; admitamos que merece la burla y la lástima, las mismas con que se compensa a los fracasados en este mundo, que también es de lobos.

Con suma delicadeza, con una fruición antigua, muy a lo André Gide, y con envidiables elegancia y equilibrio, la autora convoca un tema totalmente inusual, como es el del bestialismo, o comercio carnal con seres de otras especies. Aunque hoy se trata de algo reducido a unos cuantos chistes inmundos –la señora y su falderillo, el niño del campo y la oveja, el coya y la llama, o bien el epílogo apoteótico de las Memorias de una princesa rusa –, en muchas culturas pretéritas esa unión con otras especies fue vista, en ocasiones, como un prodigio capaz de incorporar a la concepción cualidades que la humanidad no posee (4). Pasifae y Leda admiraron, trémulas, la aspereza del amor animal y los dioses hicieron que la recibieran en su seno. Faunos, centauros y sirenas, los guerreros águilas y los guerreros tigres de las civilizaciones andinas y mesoamericanas y aun los ángeles, reiteran mil veces la posibilidad práctica de ese tipo de connubio. Los dioses egipcios (Anubis, Tifón, Isis), por último, nos dan una muestra más cercana de lo ideado en esta ocasión, al mostrarnos ejemplos de seres que participan de la naturaleza de dos o varios animales, lo que supone la proyección ideal de antecesores de especies diversas.

Para los médicos el bestialismo no es sino es “una forma de masturbación que añade la malicia del contacto con un organismo no humano”, criterio por demás antropocéntrico que desdeña el hecho de que, en rigor, la otra especie participa también en el extravío, aunque no sea culpable de perversión. Pareciera más exacto definir lo descrito por esa palabra como el contacto sensual entre especies distintas, y acotar que, simplemente, lo designamos como lo hacemos debido a que llamamos “bestias” a todos los seres animados, excepción hecha de nosotros, así como que en esos apareamientos  no vemos –no podemos ver–  sino rupturas simultáneas en dos mundos, en las que ambos partícipes quebrantan la red de solidaridades que constituyen sus respectivas herencias.

Sin adherir a nociones de moralidad dogmática y aun admitiendo que los ejemplos anteriores inducen a lenidad, es cierto que este tema se nos presenta, por lo menos, como desagradable. Algo marcadamente repugnante se vincula con esas asociaciones y no hay apelación alguna a refinamientos o a sapiencias mitológicas capaz de enmascarar este hecho. La “responsabilidad” a la que invoca la autora  no puede, entonces, sino referirse esa circunstancia. Responsabilidad de los enloquecidos cómplices ante sí, tras haber usado malamente de sus cuerpos y también responsabilidad social, relativa al deshonor que esa conducta representa a los ojos de quienes la contemplan, como hace la curiosa Ileana. Sin tapujos, además, se da un claro indicio del partido al que se adscribe la obra, al señalar que la vergüenza y el remordimiento caen por completo sobre el lobo, que es el elemento activo, y no sobre la pasiva gacela (6).

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En lo personal me inclino a admitir que hay necesidad de que converjan dos presunciones simultáneas y paralelas para poder explicar la oscura inserción de esa narración particular dentro del homogéneo relato mayor que constituye El país… Una, de carácter retórico: con toda evidencia ese libro no es lo que se dice, pero buena parte del encanto que de él emana consiste en que algunos se ven inducidos a permanecer en esa confusión, en tanto otros creen resolverla mediante la tentadora tesis de que más es ocultación de lo que no debemos nombrar que no impostura abierta. Se repite en ese punto el caso paradigmático de las flores a  las que unánimemente se ensalza, sin que nadie traiga a cuento que no son sino órganos reproductores, según la aburrida elucidación de cualquier aséptico profesor de botánica sobre avispas y polinizaciones.

Del mismo modo, María Cristina Berçaitz se alza tras la cátedra y dirigiéndose a una clase hipotética e inactual predica: “Este libro no es un libro para el público infantil y la fábula que estoy contando no es mero pasatiempo inocente, sino un alcohol que quizá no sea  bueno no para todos”. El plano retórico concluye por conformarse al sobrevenir la comprobación de que tras el abrupto corte que representó la irrupción de  lobos y gacelas, el relato altera no poco su sustancia y adquiere un dramatismo romántico que dora el final del conjunto, final previsible por inevitable y que, por lo tanto, iba a tener sólo relativo interés. No sin astucia, esa caída en la tensión es balanceada con la aparición del retador y entusiasta estandarte puesto a  tremolar sobre tanta imprecisa dualidad femenina hasta ahí escrita: alguien –pero no se sabe quién–, proclama, en lo exterior, justamente lo que queríamos escuchar: “No soy lesbiana”, en tanto en lo profundo y solitario, un lacrimógeno “no soy Ileana” subsiste como letanía inconsolable, cantinela  misteriosa que tal vez denote frustraciones, pues, más allá de su esquematismo y debilidad, ese personaje reviste cualidades valiosas y loables, como la constancia, la lealtad, la valentía, la paciencia y la decisión. El contracanto de la autora nos estaría haciendo saber que no es una ensoñación, un proverbio muerto sino un ser de carne y de penuria.

La otra presunción es la de que en ese fragmento está el quid de una ideología que quiere ser expuesta pero no demasiado. Los lobos, por lo pronto, no son lobos sino hombres de corazón, y las gacelas no son gacelas sino mujeres dispuestas al apasionamiento: María Cristina Berçaitz postularía que aun los amantes que son especies distintas, esclavos que pueden intercambiar amor pero nunca unirse plenamente. La vida sería, en esa visión, la condena al aislamiento existencial y a la soledad fática.

Los lobos, por otra parte, plantean con mayor detalle y precisión el drama de los pechanes, que al fin de cuentas no son sino hombres vulgares, pobres diablos sin pasado y sin futuro: ni unos ni otros son malos pero hacen el mal y lo hacen de modo ineluctable, en obediencia a leyes infrangibles de la materia. Acerca de este punto, es positivo que la bocanada de aire cálido a que equivale ese capítulo 28 alivia bastante el cerrado nihilismo del resto del libro y, en general, de la obra de su autora. La desolación pesimista y agnóstica se reviste en esas páginas de cierta gracia franciscana –al menos en la estética ya que no en las creencias–, complacida en que los seres se apiaden unos de otros, aunque igual la existencia se niegue en absoluto a la piedad. No obstante, la esperanza, que ya no es una cosa, persiste bajo la forma de instante detenido. Voces audibles lo dicen:

–Hermano lobo, no te temo.

–Hermana gacela, no importa que no haya mañana, lo mismo el sol llena de alegría este espacio en el que nos estamos mirando.

Lo de “hermanos” es tributo  al aludido Poverello, sin desconocer que las palabras de ese calibre poseen infinitos matices y vericuetos.

Notas:

l) El país de los pechanes, de María Cristina Berçaitz, Editorial Algazul, Bs. As. 2009.

2)     En efecto, son muy escasas las obras en verdad eróticas, al margen de que también sean muy escasas las obras artísticas importantes que de un modo u otro no contengan aspectos eróticos. Pero en la época moderna,  el erotismo como modalidad sistemática se reduce a dos únicos formatos excluyentes: la pintura  y la escultura “de boudoir” del siglo XVIII y una pocas producciones inscriptas en los modelos del decadentismo francés de fines del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria. Ilustra, al respecto y es útil para aclarar los alcances del vocabulario utilizado, la polémica planteada entre nosotros durante la década del sesenta: Simón Latino en 1959 (Antología de la poesía sexual) y Alfredo Tapia Gómez en 1967 (Antología de la poesía sexual latinoamericana) habían postulado la existencia en la lírica amatoria de tres categorías diferentes: poesía amatoria propiamente dicha, poesía erótica y poesía sexual. La primera abarcaba a los clásicos poemas de amor y de desamor; la segunda, la delectación corporal todavía en su etapa individualizada; en tanto que la tercera  prescindía de la hojarasca sentimental y se contraía a cantar la posesión y el placer. Una relectura de los textos entonces seleccionados como ejemplos muestra –a mi entender– que la teoría queda en eso, pues de hecho ningún poema relevante pertenece a la tercera variante, por más carga “hedonista” que conlleve.

(3) Restringidas, en rigor, a lo aportado en poesía por los colombianos José Asunción Silva y Angel Alberto Montoya; el argentino Leopoldo Lugones, el uruguayo Julio Herrera y Reissig y tres famosas compatriotas de éste: Delmira Agustini,  María Eugenia Vaz Ferreira y Juana de Ibarbourou. En prosa sólo cabe mencionar a algunos autores en la actualidad ignotos como los españoles Felipe Trigo, Eduardo Zamacois y José Ortega y Munilla (padre de Ortega y Gasset) y el venezolano José María Vargas Vila, si bien los cuatro estarían, en realidad, más cerca de lo sicalíptico.

Por su extraordinaria fineza y calidad literaria  representa un caso aparte y excepcional la citada traducción que del bizantino Longo hizo Juan Valera.

4) Merecen especial atención las formas folklóricas del erotismo, que se encuentran en todas las culturas y que en todas ellas inspiran la actitud popular ante la sexualidad. Advirtamos que en algunos casos hasta han recibido la unción del arte, como pasa  con el Decamerón negro, de Leo Frobenius.

5) Guillermo Valencia dice de un centauro “que es malo como el hombre y ágil como el caballo”- Otro centauro, Quirón, era preceptor de Aquiles y se le había encargado esa tarea, precisamente, por estar capacitado para enseñar al futuro héroe lo humano y lo animal. Compárese esta intención  con aquello de Maquiavelo, para quien el príncipe debía ser unas veces león y otras zorro.

6)  Pero en esto la autora se ha limitado a seguir el canon arquetípico que se empeña en contraponer el vigor del macho animal a la tenue condición femenina; hasta la historia de King Kong se basa en ese preconcepto.

Fernando Sánchez Zinny

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