Amanecer en África, novela (fragmento).

EL PASEO EN CAMELLO

Los camellos aparecieron de pronto, todos juntos. Eran una veintena llevados de las riendas por jóvenes maasai vestidos, algunos, con ropas sencillas a la usanza europea; otros, ataviados con túnicas de colores.
Con maestría acomodaron los camellos en círculo y caminaron tranquilamente por entre los animales. Parecían mansos. Sin embargo, deberían permanecer lejos de sus bocas, pues, rumiantes al fin, acostumbran escupir cuando alguien no les cae bien.
Cada uno de los acampantes eligió un camello. Marina optó por uno con montura de cuero colgada como hamaca sujeta a una estructura de madera acomodada sobre la joroba. Se sentó despacio, luego de estudiar cómo debía hacerlo.
El cuidador ordenó al animal levantarse, y el camello se paró primero sobre sus patas traseras para hacerlo luego sobre las delanteras, obligándola a mantener el equilibrio balanceando su cuerpo hacia adelante y hacia atrás. Luego se unió a los demás que ya estaban de pie, aguardándola.
Comenzó el paseo hacia lo alto de las montañas.
Iban en fila india, a marcha lenta. Cada tanto alguno del grupo se animaba y hacía correr un poco al animal, pero el trote era corto por lo torturante y contrastaba con la velocidad que imprimían a los animales los pocos cuidadores que iban montados.
El día era luminoso; la tierra, cubierta por pastizales secos se desplazaba hacia lo alto. Abajo corría, paralelo, un arroyo donde se veía a un grupo de mujeres lavando ropa o llenando grandes vasijas con agua que luego, apoyadas sobre sus hombros, acarreaban hasta la tribu. Cada tanto se cruzaban con un samburu o un maasai, eternos caminantes de la sabana.
La senda subía, se elevaba, se hacía cada vez más escarpada. La tierra cobriza se iba amarillando y las primeras rocas emergieron matizando de sombras el lugar.
A media mañana el sol era implacable y las cantimploras comenzaron a aparecer. La marcha continuaba lenta, con los jóvenes negros llevando sus animales de las riendas y los blancos sentados, no siempre cómodos, en la única giba de los camellos.
Luego de dos horas de marcha llegaron a la cima de la montaña. Una explanada de roca se extendía ante ellos. Oyeron la orden de apearse.
Ninguna sombra.
La piedra amarilla, lisa y caliente por todo escenario y un sonido familiar, de agua, que llegaba cercano. Se acercaron al borde de la explanada y se asomaron; desde allí vieron una pequeña cascada que emergía desde la altura en la que se encontraban y un lago apresado entre las rocas, abajo, muy lejos.
El jefe de los camelleros los invitó a arrojarse desde lo alto y, para demostrar la falta de peligro, dio un grito y saltó al vacío para caer en el espejo de agua de donde emergió, algunos instantes más tarde, para saludar a la distancia.
–¿No hay valientes entre ustedes? –gritó el segundo mirando al grupo.
No, evidentemente no los había.
Marina estuvo tentada de arrojarse; ella era buena nadadora, pero recordó a su padre indicándole la posibilidad de rocas puntiagudas en el fondo de lagos ubicados en escenarios similares, y optó por calar su sombrero hasta los ojos y mirar el paisaje circundante, todo sol, todo cielo, todo piedra.
Un saludo alegre de mujer los sorprendió desde el agua, era Verena, quien hábilmente, había descendido por la ladera y se había arrojado desde una altura menos peligrosa. La miraron con envidia y admiración. Nadie se atrevió a seguirla.
–¡El agua está fresca y allá hace mucho calor! –gritó Verena.
–¡Ahora te sigo! –gritó Mike, mientras se abría la camisa.
–¡No lo harás! –fue la reacción de Sandra oponiéndose al deseo de su marido.
Demasiado rápido aceptó la orden de su mujer para que se pudiera creer en la sinceridad de su actitud. Pero Mike quedó como un héroe entre las jóvenes que pudieron advertir el vello rubio bien distribuido sobre un pecho todavía musculoso.
–¿Se atreverá usted, Mark? –preguntó Marina acercándose.
–No, a decir verdad, no me gusta demasiado zambullirme.
–A mí sí, pero no me atrevo.
–¿Por qué?
–Temo a las rocas que pueda haber escondidas.
–Anímese, Marina, no se zambulla desde tan alto porque puede ser imprudente, pero baje por la ladera, como Verena; no deje de gozar del agua.
–¿Y usted?
–No. Yo no. Además no tengo traje de baño –respondió Mark–. Mientras usted baja, buscaré alguna sombra que me proteja–.Viéndola titubear insistió:–Baje, hágame caso, no se arrepentirá. Aproveche que está Verena, nade un poco y luego suba con ella. Después cuéntenme cuánto han disfrutado.
Finalmente, Marina se deslizó por la ladera hacia el agua. Bajó con cuidado evitando caer antes de tiempo. Buscaba dónde apoyar el pie y trataba de tomarse de los pastos secos. Unos metros más abajo encontró una explanada que le permitió prepararse para el salto y zambullirse con elegancia.
Un cerrado aplauso celebró su valor.
–¡Bravo, Marina! –escuchó al emerger. Cerca de ella, Verena también aplaudía entusiasmada.
–Tenías razón. ¡Qué linda está el agua! –dijo.
–Sí, es una pena que los demás no se atrevan –respondió la alemana.
–¡Ahora va a ser divertido subir! –comentó Marina.
–Es cierto, va a ser mucho más difícil que bajar –Verena evaluó la montaña–. Pero por ahora disfrutemos, dejemos la subida para cuando nos toque hacerlo.
Nadaron y jugaron un largo rato. Más tarde iniciaron el ascenso. No fue fácil, pero lo lograron entre risas y aplausos. Mark las esperaba con una gran sonrisa y un abrazo de felicitación que fue festejado por todos.
Luego llegó el momento del almuerzo bajo el sol impiadoso. Cada uno abrió su emparedado y en grupos se distribuyeron para comer. La consigna, como siempre, limpiar todo antes de partir, y los baños…, entre las rocas.
–Hola Marina, me siento a comer contigo –dijo Brigit con una sonrisa.
–¿Que tal te tratan las necesidades por las que estamos pasando?
–Me ha costado, pero me adapté bastante bien; aún nos quedan muchos días por delante. De todos modos, creo que nunca más voy a acampar. Lo más bonito de los campamentos son las noches junto al fuego, pero mi inglés es muy pobre como para integrarme y Verena  es tan sociable que está siempre con los demás. Suerte que tengo a Stephan y Monika para cruzar alguna palabra en alemán, y tú, que entiendes mi idioma deficiente.
–Mi inglés es mejor que el tuyo, pero no demasiado. De todos modos, no es fácil vivir en carpa si no amas tanto el estilo de vida como para obviar los inconvenientes. Mira hoy, por ejemplo; el paseo es muy bonito, pero el sol es terrible.
–Sí, algunos no saben dónde encontrar un poco de sombra. Fíjate en Mark, muerto de calor; no sabe si abanicarse o cubrirse con el sombrero.
Era cierto, el sol abrasaba la tierra, y los hombres, poco acostumbrados a ese clima, deseaban encontrar algún reparo. Lo único bueno era el tono saludable que había logrado la mayoría de ellos, en las mejillas y en los brazos.
El regreso se hizo en silencio, como había sido la ida. En su mayoría, los integrantes del grupo no parecían muy felices sobre esas monturas altas y desgarbadas con ese andar cansino.
Mark y Peter optaron por regresar caminando al lado de los camelleros; para ellos era menos cansador andar a paso lento que balancearse sobre los animales.
Para Marina, el paseo era maravilloso. Hacía mucho tiempo que no sonreía tan alegremente. Estaba feliz con la experiencia vivida. Se sentía formando parte de una caravana y esperaba llegar a un oasis en el cual habría tiendas lujosas llenas de alfombras mágicas y ricos manjares. Se sintió fusionada con el paisaje que la rodeaba.
–Stephan, por favor, sácame una foto –pidió alcanzando su máquina al muchacho que se encontraba a pocos pasos de ella. Su sonrisa embellecía aún más su rostro; lo único que le molestaba era no poseer la habilidad suficiente como para desafiar en una carrera a los camelleros que se alejaban y se acercaban al galope, cuidando al grupo.
El descenso de la montaña se cumplía a paso lento, con el sol aún alto. No encontraron ninguna mujer lavando ropa ni cargando agua en sus vasijas de barro. Es más, no vieron a ningún ser viviente. A esa hora el lugar era bueno tan sólo para víboras y escorpiones. Y también para las águilas, que los sobrevolaban formando círculos concéntricos por sobre sus cabezas.
Marina buscó a Mark para mostrarle su animal favorito. Pero no pudo. Mark se había alejado con rapidez; tan sólo vio, contra el horizonte, su panamá flotando en un espejismo.

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