Sebastián, el gato
Sebastián era un gatito gordo y juguetón. Su pelo era suave y con rayas de distintos tonos grises. Su morro era chiquito y muy negro y tenía enormes ojos amarillo verdosos.
Vivía con doña Lucía en la misma casa desde que tenía memoria, y donde él iba creciendo un poquito más cada día. Eran muy unidos y a su manera amigos que se contaban todos sus problemas y alegrías.
A veces, mientras doña Lucía tejía enormes mantas hechas de recortes, él se escabullía dentro de la gran canasta de mimbre llena de ovillos de lana de distintos colores y texturas y jugaba enredándose en las finas hebras, hasta quedar transformado en un ovillo multicolor.
¡Cómo se enojaba entonces doña Lucía! Lo retaba dándole palmaditas en su lomo gris y, mientras lo desenredaba despacito, le anunciaba que esa tarde no tendría su ración de crema y galletas.
Pero doña Lucía tenía poca memoria y mucha paciencia y, llegada la hora, su merienda estaba lista en el plato azul, ese que llevaba su nombre escrito en grandes letras.
Sebastián, luego de ensuciarse con crema los bigotes cerraba los ojos y se frotaba mimoso, en señal de gratitud, contra las piernas de su dueña.
De tarde en tarde, durante las siestas de verano, a la hora exacta en que doña Lucía cabeceaba en la mecedora, el sol penetraba curioso por la ventana abierta y besaba los caireles de la araña que colgaba desde el cielo, en el centro de la estancia, descomponiendo su rayo en mil luces de colores que estallaban, alegres, contra la pared.
Encandilado, Sebastián trepaba sobre muebles y cuadros tratando de alcanzarlas, y caía estrepitosamente con el fracaso dibujado en el húmedo morro negro.
Como era persistente, repetía su intento una y otra vez, hasta que el sol cansado de reírse del pobre gato, se retiraba muy divertido para realizar igual tarea en otro lado.
Sucedía a veces que el viento, amigo de uno y otro, ayudaba en el juego transformando la araña en una sonora calesita que giraba y giraba sin cesar, en un despliegue alegre de campanas y de luces. El gato corría entonces tratando de alcanzar el arco iris pintado en la pared blanca, o en los muebles de madera. A veces se ocultaba en la piel atigrada de Sebastián, desapareciendo así, mágica e inexorablemente, delante de sus propios ojos.
De tanto en tanto algún adorno de esos que tanto le gustaban a doña Lucía, caía víctima de sus correrías. ¡Mejor no hablar del enojo de su dueña ante el desastre! El gato desaparecía por varios días hasta que el recuerdo de aquello se perdía en el olvido y regresaba, contrito y avergonzado, con la peluda cola entre las patas, pidiendo disculpas con la mirada.
Doña Lucía, que era muy buena y lo quería mucho, lo retaba ¡Qué menos! Finalmente lo subía a su falda y lo regañaba con dulzura mientras le acariciaba la cabeza. En respuesta el ronroneo de Sebastián llenaba toda la sala.
Estos eran los juegos inocentes de las tardes de estío y el gato, el sol y el viento, llegaron a ser de tan amigos, compinches.
Así, entre siesta y siesta, entre una y otra estación del año, fue pasando el tiempo y Sebastián se transformó en un joven gato bastante formal y educado.
Hasta que una vez…
…se encontraba hecho un ovillo ronroneando sobre un mullido almohadón, medio dormido, medio despierto. De pronto abrió su boca en un bostezo enorme y miró hacia la ventana.
Más allá del vidrio sonreía un espléndido día de primavera. Uno de esos días en los que el sol es tibio y la tarde perfumada. Estiró entonces primero su patita derecha, luego su patita izquierda, arqueó el lomo hacia arriba hasta casi tocar el cielo, luego hacia abajo hasta casi rozar el piso con su panza blanca y, luego de estirarse a gusto, salió a retozar por el parque que rodeaba la hermosa y antigua casa en la que vivía.
En un recodo del jardín a la sombra de un paraíso, una joven gata de suave y largo pelo blanco, se encontraba muy seria y concentrada frente a una paloma a la que quería dar caza.
La gatita no sería de las cercanías pues él nunca la había visto y no recordaba una vecina tan bonita.
¡Sebastián jamás habría podido olvidar tanta hermosura!
Se acercó sigiloso sin hacer ruido, hundiendo con cuidado sus patas acolchadas en la hierba transparente y la observó en silencio.
La proximidad aumentaba su belleza.
Ella, con las orejas tiradas hacia atrás en actitud expectante, apoyada en sus patas traseras dispuestas al salto, con una pata delantera recogida para estirarse en el momento preciso, aguardaba.
A duras penas Sebastián podía contener el aliento asombrado de la pericia que demostraba la actitud de la gata y su ignorancia total (la de Sebastián), frente a tales ejercicios.
Fifi (así se llamaba la gata), de un certero zarpazo se hizo de su presa y con mucha habilidad la colocó patas arriba, la abrió y se dispuso a comerla pues se encontraba hambrienta.
Sebastián que no sabía reconocer el hambre porque esta siempre le había sido satisfecha aún antes de hacerse sentir, no pudo menos que pegar un respingo, nunca se había encontrado con una hembra que actuara así.
Recordó a las leonas que en la sabana africana son quienes buscan la comida para toda la familia.
Esta dulce y hermosa gatita era pues, digna émula de aquellos felinos.
Ahora estaba enfrascada en la comida, frente a ella tenía abierta a la paloma torcaza y hundía su boca en el cuerpo aún tibio, saboreando y relamiéndose.
Sebastián observaba embelesado como la boca de Fifi se llenaba de plumas color café. Ella se relamía, con las orejas blancas paraditas moviéndose a uno y otro lado, y sus ojos clavados en la merienda.
Quiso acercarse, entablar conversación, conocerla. Pensó incluso, en la posibilidad de pasear juntos y cantarle a la luna cualquier noche que no fuera demasiado fría.
Con esa idea dio un largo rodeo para presentarse de frente y no asustarla apareciendo de improviso desde donde se encontraba.
Fue un esfuerzo innecesario pues ella no lo vio. Pero, para los enamorados (y Sebastián ya se había enamorado), todos los esfuerzos son pequeños gestos de amor infinito.
De todos modos Fifi, sólo notó su presencia cuando él estuvo muy cerca, casi frente a ella. Apoyó entonces su panza en tierra, clavó una pata delantera en la paloma y lo miró con desconfianza y fiereza.
Sebastián, ignorando esa helada y terrible mirada, como caballero que era, la saludó con un suave maullido y ensayó una tímida sonrisa que se perdió bajo sus bigotes negros. Ella guardó silencio, lo midió desde su lugar y, al cabo de pocos minutos, siguió con su comida.
Insistió él en el saludo; ella entonces emitió un ronco y corto maullido de advertencia y siguió comiendo.
El desconcierto de Sebastián era grande pues él pensaba que la voz de la bella gata debía ser tan dulce y armoniosa como ella misma.
Sin darse por vencido, como buen gato cabeza dura y caprichoso que era, trató nuevamente de llamar su atención.
Después de todo quería ser su amigo, darle la bienvenida, ¿acaso no estaba esa linda gatita en el jardín de su casa? Así pues, sin dejarse apabullar, se puso a cantar una ópera que conocía muy bien, una de tantas que, con su dueña, solían escuchar en las noches de invierno frente a un crepitante fuego y una taza de té. (El té, por supuesto no era para Sebastián).
Prorrumpió pues, en fuertes maullidos, pero no era Pavarotti cantando “Il pagliaccio”. La gata no dijo ni “miau”. Acometió entonces, con una chacarera. Tampoco tuvo resultados positivos. Intentó luego con un tango, y con sentimiento entonó “Volver”.
Ella lo miraba de costado, sin mucho interés, enfrascada en su merienda que, por su gesto y dedicación se adivinaba deliciosa.
Sin embargo, la actitud de Sebastián y el movimiento de brazos y patas, llamaron su atención. En un momento dado, levantó la cabeza inclinándola hacia la derecha y se relamió cerrando el ojo izquierdo, suspendiendo por un instante la comida. Suspiró y miró a Sebastián mientras volvía a relamerse, esta vez con ambos ojos bien abiertos observándolo con atención mientras se desgranaba en el aire la canción ciudadana.
Animado por este hecho, Sebastián comenzó a bailar el tango que con tanto sentimiento entonaba, primero con tímidos pasos, luego, al ver el aparente interés despertado, el ritmo se hizo más intenso y terminó haciendo ochos y quebradas.
Fifi, lo miraba embelesada y cada tanto aprobaba con ligeros movimientos de orejas y ojos. ¡Hasta parecía que sonreía!
Cuando terminó su canto y su baile ella aplaudió feliz.
Él entonces, saludó con ligeras inclinaciones y sonrió satisfecho por el éxito obtenido, luego se acercó, con la cola atigrada muy alta recortando el cielo, y en un gesto de total entrega se tiró frente a ella, la espalda en tierra, la panza al viento y sus patas agitadas en el aire.
¡Qué bonita se la veía desde ahí, desde esa amorosa posición!
Ella, entonces, hundió su hocico, pequeño y rosado, en el interior del ave y despacio fue tironeando hasta sacar el corazón y entregárselo a Sebastián, como prueba de amor.
Cuando sus hocicos se rozaron y abrió la boca para recibir el regalo de boca de Fifi, notó que sus ojos celestes, muy celestes, se trasparentaban confundiéndose con el color del cielo.
Ése fue el comienzo de una hermosa historia de amor. Lo que Sebastián no sabía en ese momento era el por qué Fifi no había aplaudido su canto. Lo supo después, cuando le confesó su amor y Fifi lo miró sin comprender: Fifi era sorda.
No le importó. Sabía que de alguna manera podrían llegar a comunicarse, de lo contrario, ¿cómo era posible que él hubiera sido tan feliz saboreando un tibio corazón mientras le parecía estar en el cielo recostado sobre una alfombra verde, con una hermosa gatita blanca observándolo?
Y aprendieron a hablar sin palabras, a veces, a través del ronroneo, cuando caminaban muy juntos, pegaditos uno al otro o mediante maullidos que Sebastián emitía con su morro pegado a Fifi, de manera que ella pudiera sentir su vibración pero, lo más efectivo fue siempre el gesto cariñoso, la mirada dulce y la sonrisa sincera.
Ahora Sebastián es un gato serio, padre de familia, que intenta alejar a sus hijos de las tentaciones del sol y del viento, sus antiguos compañeros de juego, no porque sean malos, sino porque llegó el tiempo de ser él quien, a su vez, eduque.
La vida generosa le regaló la alegría de diez hijos, cuatro machos y seis hembritas. Con ellos sale por las noches a cazar lauchas y pájaros; con ellas se entretiene escuchando historias, que también entre los gatos se cuentan.
Todos lo llenan de peludos y tiernos abrazos, y de lamidos y húmedos besos.
Sebastián es un gato feliz, con una gran familia a la que fue formando poco a poco desde aquel inolvidable día en el que conoció a su preciosa y dulce compañera.
Sabe que no se equivocó y repasa, contento, todos los momentos vividos gracias a esa blanca y sorda gatita.