El jardín mágico

Un comentario en «El jardín mágico»

  • He leído con atención cada uno de los cuentos seleccionados por la autora. Algunos me han impactado más, otros me sorprendieron con sus finales, pero de uno de ellos me enamoré: “El sexto mandamiento”.
    Me enamoré de la prosa poética, de la simplicidad del lenguaje y de la riqueza de imágenes, que si bien están en todos los cuentos, en este se hacen más evidentes. Alguien que haya vivido, o que circunstancialmente haya conocido un pueblo, puede afirmar que las pinceladas, los aromas, la tensión de un día que presagia fiesta, se ha logrado maravillosamente.
    “Tarde de pueblo.
    Las calles polvorientas, solitarias.
    Unas, que corren hacia el sol, lo reciben de frente y guiñan sus ojos las ventanas de las casas a ambos lados.
    Las otras, las que corren perpendiculares, semejan un gran túnel gris, atravesado de trecho en trecho por un haz de luz”.
    Cuatro renglones más abajo, hay frases breves que crean los espacios suficientes para que el aire fluya y la imaginación se regodee en lo cotidiano.
    “Tarde de pueblo serena.
    Tarde de pueblo tibia.
    Tarde de pueblo tranquila, como el amor de los viejos.
    Perfumada, incierta y hermosas. Enamorada de sus propias luces.
    Tarde de pueblo callada, que encierra una promesa tras cada esquina.
    ¡Cuántos sueños se suspenden en los tejados y en los balcones!
    Tras los postigos, en la penumbra fresca de los cuartos, las jóvenes trenzan su pelo junto a la vieja lámpara”.
    No se necesita agregar comentario alguno, pero sí transcribir algo más, no sobre le deseo prohibido de Ana (la protagonista) y de sus anhelantes sueños. Prefiero dejarla en su cuarto rememorando “cuando ayer nomás, él le rozó la cara con su mano, esa mano tibia y suave como la seda”. Ahora ella apoya la mano sobre su mejilla en el intento de retener la caricia, e imagina el próximo encuentro.
    Vuelvo al pueblo donde…
    “La tarde muere sobre el pueblo.
    Lentamente oscurece.
    Parecería que el sol no quiere irse, no quiere abandonar ese pequeño grupo de seres.
    Parecería que quiere disfrutar de la alegría de la noche y se suspende y se eterniza.
    Levanta el polvo de las callejuelas y lo mantiene un instante en las hojas de los árboles.
    La luces de neón terminan por ahuyentarlo, y el sol se va”.
    La descripción nos impone un presente y vemos al sol perezoso, haciéndose diminuto, dilatando el instante, quedándose suspendido en el polvo del atardecer, en partículas doradas. Hay una urgencia en la ley natural que lo empuja, es la hora en que la noche desea desplegar sus galas cubiertas de estrellas. Las luces de neón se imponen en la oscuridad…
    “Estallan como gotas, como estrellas. Y como un desafío rompen la magia de lo divino y se alargan, se implantan, mudas, soberanas.
    Allá se reúnen, como un racimo de uvas, en la esquina de una plaza.
    Aquí reinan, iluminando el salón de baile”.
    Dentro de esta narración en donde hay dos seres que viven un amor prohibido, que juegan, que se exponen a una tragedia, son las luces de neón las que se dedican a disputar el lugar en donde reinarán.
    “Ya la noche se implanta.
    ¿Qué encanto se levanta del suelo? ¿Qué perfume sube de la tierra?”
    Ella no necesita nada más, la claridad de la luna será testigo inocente de complejos destinos.
    Es sábado de fiesta y el amor es el personaje sublime en los sueños de las niñas y en las expectativas urgentes de los jóvenes.
    Las madres desde un rincón del salón sopesan, aceptan, o rechazan la elección de sus hijas.
    Pero volvamos a Ana que aún permanece en su cuarto frente al óvalo del espejo. ¿Cuáles han de ser sus pensamientos, sus proyectos, sus ilusiones? Dieciocho años frescos y audaces no le permiten discernir si ese deseo es lícito o ilícito.
    En el relato nada se dice de otros afectos familiares, ni de amigos, ¿será solitaria esa “hembra joven y tentadora” que se deleita frente al cristal que refleja su belleza? Con sensualidad peina los largos cabellos que sujetará con un moño rojo, el rojo que simboliza la pasión que recorre su sangre, que la agita con sólo imaginar lo que le ha de deparar el encuentro con su amado, bajo las estrellas. La imagen que ve es provocadora, enfundada en la camisa de puntillas que ciñe sus pechos, no se conforma, busca incitar aún más al colocarse en el escote una flor que ha robado del jardín prohibido. Nada le importa más que pensar en la mirada ardiente del que espera. Porque está segura de haber despertado en el amante su mismo fuego. Lo ha confirmado al rozar su mano con la de él, esas manos que saben de códigos y que hacen innecesarias las palabras.
    Las luces, las mesas alineadas, las guirnaldas que cuelgan y los concurrentes son meramente un escenario donde actuarán los demás, no ella. Un aleteo en su pulso denota la presencia de su amado, es un encuentro fugaz, donde las miradas y las manos hablan, nadie lo advierte pues están atentos al baile que se inicia en el salón de fiestas. Ella vuelve a quedar sola, mira a las parejas danzar al ritmo desenfrenado de la música. Ella… “Desearía dejarse abrazar por la cintura y acompañar el baile. Pero sabe que es imposible”.
    A nuestra Ana la espera otro destino. Hay un encuentro prefijado, una hora, un instante que es señalado por las dos campanadas que quiebran la noche. Ella marcha a su encuentro.
    La dejamos ir.

    Es María Cristina Berçaitz la que maneja los hilos, es la dueña de la vida y de la muerte de esos seres que habitan en su imaginación, y lo hace con maestría tanto en el suspenso como en las ricas descripciones. No hay brusquedad en los cambios que se deslizan con la sencillez del hacer cotidiano. Ella nos dice que Ana…
    “Lentamente se aleja caminando.
    A medida que las luces del baile y la música se apagan ella apura el paso.
    Pronto el pueblo queda atrás y el río cada vez más cerca.
    En la orilla el pasto está suave y húmedo.
    El sauce hace sombra a la luna.
    Se oye el gorjeo de un gorrión”.
    Leer su obra es descubrir el misterio, es transitar por un camino que a veces se muestra espinoso, otras despiadado, y algunos poseen las simple cadencia del paisaje campestre.
    Un abrazo afectuoso a María Cristina y mis felicitaciones por los cuentos del libro El jardín mágico que estuve tentada de comentarlos en su totalidad, pero me quedé enredada en la trama sutil del “Sexto mandamiento”.

    Me despido con un hasta siempre, porque sin conocernos, nos presentirnos en este oficio de reinventar historias.
    Mi agradecimiento a Cecilia Glanzmann, hacedora de escritores, por su amabilidad de compartir sus libros con este ratón de biblioteca.

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