Semillitas

Cuando el doctor le sacó el centenar de finas agujas del dorso de su mano derecha para colocar esas pequeñas, negras y redondas semillas chinas, no pensó que cubiertas por la gasa protectora y activadas por la humedad de la piel, desarrollarían sus raíces que, penetrando por los minúsculos intersticios abiertos por los punzantes aceros, se enredarían en las terminales nerviosas de su mano.

Poco a poco fue sintiendo el brazo entero adormecido y el dolor de su hombro se transformó en un recuerdo borroso y lejano.

Recuperó su sonrisa canosa y hasta pudo dormir plácidamente.

Apenas tres semanas habían transcurrido cuando la gasa se desprendió una mañana luminosa empujada por una pelusa verde y tupida. Sin embargo, el efecto anestésico que lo separaba de aquel dolor punzante y permanente le impidió ocuparse, por el momento, de ese extraño y verdoso vello.

La inquietud surgió cuando dicha pelusa comenzó a crecer y a definirse troncos y hasta hojas en ella.

En el trabajo, sus compañeros lo miraban con recelo y temor ¿no sería contagioso?

Poco tiempo después, las raíces, siguiendo el curso dictado por la naturaleza que a veces es caprichosa, aparecieron en la palma de su mano, primero como baba persistente y luego como transparentes cabellos que se enredaban en el teclado de la computadora cuando intentaba accionarla, cosa que le entorpecía bastante el desarrollo de las tareas.

La sorpresa llegó aquel atardecer cuando, en el momento del baño habitual, escuchó risas alegres y despreocupadas y percibió en el bosquecillo la presencia de cinco chinitos vestidos de blanco impecable que, desnudándose y cantando, aprovechaban las gotas tibias de la lluvia para bañarse a su vez, o nadaban en los charcos formados sobre su mano nervuda.

A partir de ese instante comenzó a vivir un extraño calvario, los amigos y hasta la gente desconocida, comenzaron a huir ante su sola presencia, incluso en los medios de transporte.

Tratando de ocultarlo cubrió la  mano con un guante; luego, ante el desarrollo de su bosque tuvo que utilizar vendas. Intentó también cortar los troncos, esbeltos y dorados, pero el dolor que sintió fue tan intenso que no lo pudo llevar a cabo ya que el sólo tocar las hojas le producía una cosquilla deliciosa, como si acariciara su propia piel, tal era la sensibilidad.

Todas las mañanas observaba y medía esa extensión verde hasta que advirtió que crecía peligrosamente acercándose a la muñeca.

Fue en ese momento cuando tomó una drástica decisión y, dirigiéndose al garaje de su casa, descolgó la vieja y afilada hacha de su padre que ya casi había olvidado el oficio y partió hacia el campo.

Eligió, en ese día espléndido, un alfalfar en el cual su bosquecillo pudiera desarrollarse saludablemente pues, debía admitir que a pesar de todo, se había encariñado con él, con los troncos dorados, el follaje transparente y los chinos vestidos de blanco.

Bajó del automóvil y, hacha en ristre, caminó, sorteando el alambrado de púas, hacia el centro de la extensión verde y violácea.

Se agachó, apoyó la mano en tierra, levantó el arma y, antes de asestar el golpe que cercenaría dolorosamente su extremidad, notó que las raíces se hundían entre los terrones, en los surcos trabajados.

Se acercó entonces  para observar, por última vez, eso que había cambiado tanto su vida y, con sorpresa vio surgir de entre las hojas pequeñas una mariposa, pero no una isoca blanca y amarilla como tantas que había visto, sino una mariposa azul, de las que sólo encontraba en los libros de texto en la lejana época de su infancia cuando, curioso, buscaba identificar aquellas que había cazado y colocado, pinchadas con alfileres, sobre un secante grande y celeste, similar al cielo, donde permanecían en dolorosa expiación.

La mariposa azul se desplazaba con elegancia, seduciendo con su belleza y movimiento, recorriendo la copa de los árboles mientras los chinos corrían alegres señalándola con sus minúsculas manos y reían mostrando los dientes y escondiendo los ojos.

Para no perder detalle de la escena se recostó cuan largo era panza en tierra y, apoyando el mentón sobre su mano izquierda dejó, por el momento el hacha, permaneciendo así, ensimismado por tan inusual espectáculo.

Horas después el sol, como hace desde tiempos tan remotos, desapareció en el horizonte dándole lugar a la luna y las estrellas y él, sin sentirlo, sin darse cuenta, fue penetrando poco a poco en el bosquecillo, hasta desaparecer, por completo, dentro de él.

 

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