El pequeño violinista

Hace muchos años, vivía en Buenos Aires un rico comerciante. Tenía una familia numerosa. Muchas veces, cuando regresaba de su trabajo, encontraba a sus hijas paseando por el hermoso jardín de la casa o por el tupido bosquecito que estaba detrás.

 

En el jardín había flores de variados aromas y colores que, en cualquier estación del año, provocaban en el visitante sensaciones maravillosas.

 

En el bosquecito había árboles de distintas clases, entre los que se destacaba un pino de sorprendente hermosura. También se hallaba poblado por numerosos pájaros y animales, y por las noches se llenaba de luciérnagas.

 

En la casa vivían esclavos negros, entre ellos, dos hermanitos: una niña de grandes ojos de azabache y cortas trenzas terminadas en moños rojos que resaltaban en su negra cabellera. Cuando sonreía mostraba sus dientes blanquísimos. Tenía ocho años y se llamaba Rosa. Había quedado huérfana de padre y madre. Su hermanito, mayor que ella, se llamaba Juan, y le gustaba con locura tocar el violín. Su amo, al morir sus padres, le había regalado uno que Juan no se cansaba de tocar. Todas las noches elevaba su música a Dios pidiéndole que le concediera la gracia de dar a su hermanita una alegría en Nochebuena.

 

Así pasaron los días hasta que llegó la víspera de la festividad.

Todo el mundo estaba contento, todos menos Rosa y Juan. Ellos estaban tristes. Se acordaban de sus padres pues era ésta la primera que pasarían sin ellos.

En el jardín, los esclavos adornaron un pequeño pino con velas, guirnaldas, golosinas, y en su base colocaron infinidad de regalos envueltos en vistosos papeles de colores.

Juan tocó esa noche su violín en el bosquecito rogando a Dios con más emoción que nunca y su melodía se extendió por los aires como una hermosa plegaria.

Las aves se despertaron al oírlo y escucharon con interés sus súplicas.

 

Cuando Juan se perdió en las sombras sorteando la luz de la luna, el más viejo de los pájaros, conmovido, llamó a los demás y les dijo:

–Nosotros lo ayudaremos–. Y mirándolos fijo, de una manera que no admitía negativas, preguntó:

–¿Quién se ofrece?

Está de más decir que todos lo hicieron complacidos, y cada uno aportó una idea distinta para llevar a cabo.

Luego se internaron en el bosque avisando a los demás animales el plan que tenían.

 

Al día siguiente, las personas se sorprendieron al ver cruzar el cielo a tantos pájaros en bandadas de distintos colores y diferentes trinos preciosos. Iban de uno a otro lado, revolvían las cenizas de algún fuego y las llevaban en sus picos.

A todos les pareció extraño ese ir y venir de pájaros, pero al verlos tan seguido, creyeron que lo hacían por divertirse.

Claro que nadie conoce sus diversiones.

Como los de la casa estaban tan ocupados en los preparativos de la fiesta, no se les ocurrió ir al bosquecito. Juan quería hacerlo, pero con tanto trabajo por realizar, lo dejó para más tarde.

 

Los pájaros se alegraron mucho por esta decisión de Juan, pues de haber ido, habría sospechado algo raro al ver a todas las aves lustrar sus pechitos de colores y, a las más feas, que sabían cantar, afinar sus dulces trinos; a las luciérnagas hacer más brillante su luz hasta parecer fosforitos; a los demás animales comer y dormir mucho, para poder resistir sin hambre y sin sueño una larga jornada; a los árboles estirar sus ramas y hojas hasta formar hilos y guirnaldas alrededor del pino.

 

En fin, que todo el universo del bosque estaba en acción.

Esa noche, luego de comer y mientras todos en la casa reían y bailaban, Juan preguntó a Rosa si quería ir al bosquecito y, de esta manera, alejarse del bullicio.

–Iré –contestó– pero lleva tu violín para que nos acompañe un poco, acá en la casa, con tanto ruido, es imposible escucharlo.

Y así lo hicieron.

 

Cuando Juan se disponía a comenzar con la música, se les acercó una cotorrita y les dijo:

–Brrr… vayan a donde está el pino que hoy está más hermoso que nunca… brrr…

Y se alejó invitándolos con su vuelo.

Sorprendidos los hermanos la siguieron.

Todo estaba oscuro y en silencio cuando llegaron, sólo se oía el aleteo del ave, y los pasos de los niños sobre las hojas caídas.

 

De pronto la cotorrita comenzó a gritar diciendo:

–Aquí llegan… brrr… aquí llegan, brrr…

Apenas terminó de hablar, todas las luciérnagas del bosquecito encendieron sus luces similares a fosforitos, los árboles abrieron sus ramas para que la luna iluminara la escena y los pequeños cayeron de rodillas: las luciérnagas formaban, a los pies del pino, un niño, un pequeño y hermoso Niño Jesús.

 

Los animales alrededor del árbol parecían los del pesebre, los pájaros, con sus pechitos brillantes colgaban de las ramas como lamparitas, las cenizas estaban sobre las hojas como la nieve.

Las luciérnagas eran tantas que se habían colocado en las ramas, y un grupo de ellas formaba una hermosa estrella en lo alto del pino, mientras otras se distribuían a lo largo de los hilos formados por los árboles y en las guirnaldas, hechas de hojas.

Un rayo de luna iluminaba el pino y otro a los niños que estaban radiantes de felicidad.

Rosa sonrió y dos gruesas lágrimas corrieron por su carita. Juan la miró, él también sonreía, tenía los ojos llenos de lágrimas.

Era el primer día desde la muerte de sus padres que sonreían.

 

La cotorra no se cansaba de gritar:

–Brrr… ¡Lo conseguimos! ¡Lo conseguimos! ¡Sonríen! ¡Sonríen! brrr…

El profesor de música de los pájaros se acercó al violín y, rozándolo suavemente con sus alas, tocó una melodía maravillosa mientras todas las aves del bosque cantaban con sus mejores trinos.

Éste era el regalo de Nochebuena que Dios, agradecido por la música de tantos días, les mandaba desde el cielo.

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