Los cedros de El Líbano

Los Cedros

A medida que nos acercábamos a la cumbre mi corazón latía con más y más fuerza. Casi parecía que mi pecho no resistiría su empuje.

Los árboles, antes escasos, se destacaban abundantes, altos, fuertes, enredados en una madeja indescriptible de púas y ramas. El sol pálido del atardecer, sin haber perdido su vigor se asomaba entre ellos, borroneando sus contornos e iluminándolos a tras luz.

Finalmente llegamos.

El guardia, joven, con la tez ligeramente oscura, como todos en el lugar, se protegía con una campera liviana del cambio de temperatura producida por el crepúsculo y la altura.

La sonrisa a flor de labios.

Su tarea, cuidar los cedros, los maravillosos y añosos árboles, los mismos con los que se construyera el templo y el palacio de Salomón, los mismos que llevaron su fama alrededor del mundo, envueltos en la magia de la historia y de tiempos remotos.

Me franqueó la entrada al parque y me saludó con su mano izquierda, la derecha era apenas un muñón, triste recuerdo de la guerra  reciente.

El aroma penetró fuerte por mis fosas nasales, llenó mis pulmones y se instaló en mi cerebro llenándolo de recuerdos, un parque, otro cedro, pequeño, tímido, una luna en el cielo y la voz de mi padre en mis oídos: “Los cedros y la luna son libaneses” y mi pregunta infantil “¿Por qué?” “Porque así lo quiso Dios”. En mi memoria la gran mesa de mis amigos libaneses y su comida llena de manjares extraños a mi paladar pero no a mis sentimientos.

La tarde caía y el sol se negaba a ocultarse. El sabía de mi deseo de permanecer, de observarlos  una vez más, de acariciar su tronco y detenerme en la corteza, acercar mi nariz y oler su madera y luego, mirar el cielo, celeste diáfano, y el valle, desdibujado, desaparecido por un colchón de nubes luminosas, fosforescentes, que me separaban de la realidad de la tierra y me circunscribían a una estación maravillosa suspendida en el espacio.

Fragmento de “En busca de un amor perdido” de María Cristina Berçaitz, novela en elaboración.

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